Poca cosa. ¡Pues no es moco de pavo! Ni más ni menos que eso, el sentido de la vida. Por lo que estamos vivos, nuestra razón de ser. Si lo vemos como parte del reino animal que somos, un mamífero más, un ser vivo más, lo único que hacemos es reproducirnos para perpetuar la especie. Y se nos da mejor que a ningún otro bicho viviente, tan bien que, como no tengamos cuidado nos comemos la teta que nos da el sustento y de paso nos zampamos también al resto de bichos que viven aquí con nosotros.
Pero no, no he empezado estás líneas buscando ese sentido a la vida, que está muy claro, ni aún para hacer un alegato ecologista con el que por otra parte estoy muy de acuerdo, bien entendido, como todo.
He empezado estás líneas para ver si saco algo en claro a través de ellas, a ver si le doy respuesta a esa pregunta que nos hacemos como seres pensantes que somos, como seres pensantes que además necesitan, tanto como respirar, saber a dónde se dirigen. Y digo bien, tanto como el respirar, aunque a muchos les parezca exagerado. Los que de nosotros no conseguimos dar con nuestro sentido -cada uno tiene el suyo- podemos respirar, sí, pero no será una respiración plena si no sabemos para qué respiramos. Sobreviviremos respirando sin más, pero cada uno de nosotros sabe en nuestro interior que lo que queremos es vivir, no sobrevivir. Precisamente por eso nos distinguimos del resto del reino animal, es eso y no ya en la inteligencia en sí, por mucho que través de ésta adivinemos, por puro, llamémoslo “instinto racional”, que queremos saber nuestro porqué.
En mi caso lo he tenido claro desde que aprendí a leer. A estos tiernos 32 años me siento afortunada de haber tenido tan diáfano el camino entre la pregunta y la respuesta, y creo que en gran parte por eso mi vida ha sido como ha sido hasta este punto. Lo sigo teniendo igual de claro, ¡menos mal! Aunque las vías para lograrlo han ido variando. Mi sentido primero sigue ahí, y espero conseguirlo, pero sólo lo sabré cuando sea una anciana y haga repaso de mi vida. A él se ha unido otro sentido del que sólo he sido consciente en los últimos años, y que creo que tal vez fuese incluso más importante tratándose de otra persona. Tratándose de mí, ambos tienen que ir unidos para poder llegar al fin de mis días con una sonrisa en los labios. El primero fue escribir, el segundo, por cursi que pueda sonar, es crecer como persona, que no me refiero a madurar (éste último un concepto que lleva a muchos equívocos). Vale, lo de escribir está claro, al menos en principio. Pero lo de crecer como persona... cada cual se pueda referir a una cosa cuando use esas palabras “crecer como persona”.
¿Qué es para mí “crecer como persona”? Muchas cosas que ahora intentaré explicar. Lo paradójico en mi caso es que todas ellas se resumen en un enorme silencio que me llena y me tranquiliza cuando pienso en todo ello. Soy de los que piensan que, cuando ya se ha dicho todo, lo que queda es un enorme silencio que lo engloba todo, en el que no hace falta decir más.
“Muchas cosas que ahora intentaré explicar”:
Respetar a los demás partiendo del respeto a mí misma. Sin lo segundo no puedo llegar a lo primero. Respetar mi espacio, mis ideas, mis principios, mi tiempo, mi dolor, mi alegría, mis ganas de llorar o de reír. Cuando acierto a comprenderme yo o incluso ni eso, tan sólo asumirme y respetarme tal cual soy, con mis virtudes y mis defectos, sin que ello me impida tener voluntad por mejorar, soy capaz de entender, siquiera asumir, a los demás, de ponerme en el lugar de otro y respetar su mundo. Es un elemento sin el cual no podemos aceptar que en este mundo haya contrarios.
Amar. Y lo pongo en segundo lugar porque creo que para el amor no se ahogue es imprescindible haber aprendido lo que es el respeto
No odiar. Y pedir para ese empeño la ayuda de Dios –si a estas alturas no lo sabíais, soy creyente- y la gracia de la vida misma porque he tenido la desgracia de comprobar que lo único que el odio provoca es empobrecerse y sentirse mal consigo mismo antes que con nadie. No aporta nada bueno, nada en absoluto.
Intentar no hacer daño a nadie, o el menos posible, porque, por mucho que lo evitemos, muchas veces, sin quererlo, hacemos daño. Un amor no correspondido es el mejor ejemplo. Quien no se ha enamorado alguna vez sin ser correspondido, o de quien no se han enamorado sin que pudiésemos corresponder al sentimiento por mucho que quisiésemos. Intentar no hacer daño, o el menos posible, a pesar de que ello suponga tomar decisiones difíciles y amargas, por muy buenas que sean.
Tomar conciencia de que el dolor es tan enriquecedor en esta vida nuestra como la felicidad y la alegría, y por supuesto, por mucho que “me duela” reconocerlo es mejor escuela. Es una triste realidad que las personas que han pasado por problemas en la vida, que se han tenido que enfrentar a retos difíciles y no agradables, que lo han pasado mal a fin de cuentas, suelen ser más sabias, más comprensivas, más respetuosas, más pacientes en su trato con los demás.
Tomar igual conciencia de que tratar con gente de todas clases te obliga a abrir la mente, te acostumbra a moverte en todo tipo de círculos y dispensar un trato cordial allí donde te encuentres y con quien te encuentres. Y esto nos lleva de nuevo al respeto. Nos hace ser más respetuosos con nuestros semejantes, porque los vemos de verdad como eso, como semejantes. La palabras dejan de ser palabras para cobrar de verdad sentido en nuestros cerebros y, a la vez, en nuestros corazones. Ambos, en nuestro ser, han de ir unidos.
Valorar el aprendizaje de años, experiencias, relaciones por el cual llegamos a comprender de verdad en nuestro interior cuándo las palabras dejan de ser palabras, cuándo entendemos de verdad nuestras palabras y las de los demás.
Aceptar como Ley de Vida del ser humano que razón y sentimiento han de ir unidos. Sin dicha unión no podemos relacionarnos entre nosotros porque faltamos a nuestra esencia. Nuestra esencia es que somos sociales, nos tenemos que relacionar con otras personas, para amar, para trabajar, para vivir. Pensamos y sentimos para vivir y vivimos para pensar y sentir.
Reconocer que, por muchas facilidades que dé el dinero, llegado a un punto, no da la felicidad. Por muchos bienes materiales que tengamos, muchos capital en el banco, muchas comodidades y lujos, si sufrimos en el amor, sufrimos en la salud, en la familia, en nuestro trabajo no somos felices ni estamos alegres.
Que hay que ir un poco más lejos de topicazo de que el dinero no da la felicidad sin salud y amor. Que sobre todo lo que nos realiza, da sentido humano a cada uno es valorar lo que de bueno se tiene, pensar en todo ello... en definitiva, reflexionar.
Tomar cada día más conciencia de la importancia que tiene comunicarse con los demás, de que es el cauce para descubrirlos a ellos y más que nada, para descubrirse a uno mismo. Que aunque, haya empezado dado valor al silencio, para llegar a ese silencio que lo incluye todo hay que pasar por un proceso de comunicación, de palabras, soltadas al aire o atrapadas en el papel, a lo largo de años, de la vida de cada uno.
Ser capaz de alegrarme por encontrarme donde me encuentro, en este camino mío, en esta mi vida, en el punto justo en el que estoy ahora mismo, aguardando ver con ilusión qué me depara aún el trayecto, valorar que lo importante no es el caminito en sí, sino en cómo lo hagas, y más que nada sonreírme porque no me agobia tener la certeza de que no podré valorar de verdad qué fue mi vida hasta mi últimos días. No me da miedo llegar hasta allí, lo que me da miedo es mirar atrás y no poder sonreír en paz.
Está claro que mi vía preferida es comunicarme atrapando las palabras sobre blanco. A mí me sirve de mucho. Desde aquí sólo desearos mucha suerte a cada cual en su camino, en su aprender. Como veis el recurso del poeta a mi me ha venido al pelo: “Caminante no hay camino... “
¡Buen viaje, compañeros!
Inédito escrito en 2006. Lo que muchos llamarán "paja mental"
Aquí encontrarás mis vomitonas, las de Nimi, que soy yo, como persona sin más, o como ciudadana, o también como afiliada a UPyD.
jueves, 30 de abril de 2009
miércoles, 29 de abril de 2009
Los pies de barro del gigante...
hoy sus pies de barro se manifiestan en costes sociales bajo el hecho que es la muerte de un bebé de 23 meses. En Tejas. Hoy lo decían los medios. La gripe porcina ha matado a un bebé -casi niño-a- a punto de cumplir sus dos primeros años de vida.
He de confesar que me derrumbo antes noticias de muertes o de sufrimiento de cualquier tipo que se le infringa a un niño. Al mayor exponente de la inocencia que es un bebé. Cuando aún no nos hemos socializado y toda esa inocencia nos lleva de manera irremediable hacia esa socialización, a esa falta de inocencia sin la que no podríamos sobrevivir en el mundo de nuestros congéneres. Pero ésta es otra cuestión.
La cuestión es que en Texas, uno de los estados de ese gran gigante, el mayor de las naciones actuales por muchos motivos, ha muerto un ser inocente que empezaba su andadura. ¿Qué ha ocurrido en ese sistema sanitario?
El paciente "Cero", niño de cuatro años, ha superado el trance con antibióticos, en un sistema sanitario de un país que se supone más atrasado en todo.
Y en España, los casos confirmados de esta gripe, ya la habían superado -gracias a los protocolos médicos existentes de ordinario- incluso antes de ser confirmados.
Hago el paralelismo mental, conjeturando con tan pocos datos, entre los tres países. A mi cabeza acude que la preocupación de muchos conciudadanos, cuando salen fuera de España, es, en primer lugar, la cobertura sanitaria que van a tener allá donde van. Si se trata de EEUU intentan dejar este cabo tan bien atado como si viajan a países en teoría peor dotados sanitariamente.
¿Eso es lo que ha pasado? Que, como en principio una gripe no es una urgencia, al bebé no se le atendió como tal -lo único, la urgencia, lo único que se garantiza y en primérisima instancia-
¿O tal vez que no tenía seguro para cubrir el coste de su tratamiento de gripe?
Una cosa u otra me parecen atroces visto desde España. O incluso los protocolos de actuación, por ese principio básico de sanidad privada.
La iniciativa privada es muy sana, imprescindible, pero hacer negocio, hasta el límite de la salud de la población, no creo que sea bueno para ninguna sociedad.
Los estadounidenses tienen muchos motivos por los que ser admirados, pero otros, claman al cielo. Y el plantemiento de su sistema sanitario es uno de ellos... ese bebé muerto, esa madre destrozada me provocan sin remedio plantearme esta cuestión.
No hago sino agradecer que en España la asistencia sea universal y gratuíta. Pago mis impuestos gustosa. Que hay muchas cosas que mejorar, por supuesto, pero estoy segura que la iniciativa privada en la que se debe asentar nuestra economía y nuestra sociedad en todas sus vertientes no debe jugar con ciertos principios. La garantía de salud es una de ellas. Que los ciudadanos españoles sigamos en ese camino, por siempre.
He de confesar que me derrumbo antes noticias de muertes o de sufrimiento de cualquier tipo que se le infringa a un niño. Al mayor exponente de la inocencia que es un bebé. Cuando aún no nos hemos socializado y toda esa inocencia nos lleva de manera irremediable hacia esa socialización, a esa falta de inocencia sin la que no podríamos sobrevivir en el mundo de nuestros congéneres. Pero ésta es otra cuestión.
La cuestión es que en Texas, uno de los estados de ese gran gigante, el mayor de las naciones actuales por muchos motivos, ha muerto un ser inocente que empezaba su andadura. ¿Qué ha ocurrido en ese sistema sanitario?
El paciente "Cero", niño de cuatro años, ha superado el trance con antibióticos, en un sistema sanitario de un país que se supone más atrasado en todo.
Y en España, los casos confirmados de esta gripe, ya la habían superado -gracias a los protocolos médicos existentes de ordinario- incluso antes de ser confirmados.
Hago el paralelismo mental, conjeturando con tan pocos datos, entre los tres países. A mi cabeza acude que la preocupación de muchos conciudadanos, cuando salen fuera de España, es, en primer lugar, la cobertura sanitaria que van a tener allá donde van. Si se trata de EEUU intentan dejar este cabo tan bien atado como si viajan a países en teoría peor dotados sanitariamente.
¿Eso es lo que ha pasado? Que, como en principio una gripe no es una urgencia, al bebé no se le atendió como tal -lo único, la urgencia, lo único que se garantiza y en primérisima instancia-
¿O tal vez que no tenía seguro para cubrir el coste de su tratamiento de gripe?
Una cosa u otra me parecen atroces visto desde España. O incluso los protocolos de actuación, por ese principio básico de sanidad privada.
La iniciativa privada es muy sana, imprescindible, pero hacer negocio, hasta el límite de la salud de la población, no creo que sea bueno para ninguna sociedad.
Los estadounidenses tienen muchos motivos por los que ser admirados, pero otros, claman al cielo. Y el plantemiento de su sistema sanitario es uno de ellos... ese bebé muerto, esa madre destrozada me provocan sin remedio plantearme esta cuestión.
No hago sino agradecer que en España la asistencia sea universal y gratuíta. Pago mis impuestos gustosa. Que hay muchas cosas que mejorar, por supuesto, pero estoy segura que la iniciativa privada en la que se debe asentar nuestra economía y nuestra sociedad en todas sus vertientes no debe jugar con ciertos principios. La garantía de salud es una de ellas. Que los ciudadanos españoles sigamos en ese camino, por siempre.
martes, 28 de abril de 2009
¡Último invento:...
¡Último invento: Ministerio de Coordinación/Política Territorial!
Política Territorial, otros dicen que Coordinación Territorial, hay algunos incluso, que se refieren al nuevo Ministerio como de Política Territorial, pero hablan del responsable como Ministro de Coordinación Territorial. A estas horas, las 22:10 h del 7 de abril de 2007, aún no está muy claro como denominar este nuevo invento gubernamental. Y él, el ministro, él es el único “barón” del PSOE que aún se ha de llamar así, presidente hasta ayer de la Junta de Andalucía, de la Comunidad Autónoma de Andalucía, Manuel Chaves.
Hay más cambios, pero yo, para nada experta en análisis político más allá del cotidiano sentido común de cualquier ciudadano, me he fijado especialmente en este “movimiento” de José Luis Rodríguez Zapatero, actual Presidente del Gobierno de España. Me ha saltado como me saltan las faltas de ortografía graves en un texto, me ha chillado el pilotito en la cabeza: “Coordinación/ Política territorial”.
Nuestro actual Presidente argumenta a favor de este nuevo ministerio que se impone su creación para fortalecer la “cohesión territorial”, según sus propias palabras, como eje básico en la política de enfrentar la crisis económica, lo que ha motivado la reorganización del Gabinete.
“Eje básico”, me resuena en la mente junto a las palabras “cohesión” y “coordinación”, y todo por el factor territorial, por la colaboración entre territorios, entre Comunidades Autónomas…
He de destacar la coherencia del nombramiento, por eso me chilla precisamente, por la coherencia. Porque era previsible, en la situación actual de crisis del sistema en su conjunto, era previsible que su “talante” obligara a nuestro presidente a sacarse de la manga tal pirueta. Es coherente con su manera de proceder a estos últimos cinco años. Porque tan alejada ha estado su política de esa cohesión territorial, tan en las antípodas, que ahora, sin resortes legales e institucionales para dar “marcha atrás”, se ve obligado a huir hacia adelante y inventarse el Ministerio de Coordinación/Política Territorial”. Es la muestra, bajo forma de cartera ministerial, del “corte” de conexiones” que ha sufrido el Estado español para actuar sobre su territorio a través de sus administraciones. El Estado, el Gobierno como su órgano principal, no dispone ya de conexiones con la C.C.A.A, gracias en gran medida al traspaso de competencias -de unas más que de otras- para afrontar todo lo que se nos avecina sobre este tromba que ya nos inunda, para articular las medidas necesarias en todos los ámbitos, que permitan afrontar los grandes retos que esta crisis no obliga a enfrentar, tantos los inmediatos como los no tan inmediatos pero igual de necesarios si no queremos que otro “sunami” como el actual nos vuelva a ahogar en el futuro.
La constitución prevé las líneas maestras sobre las que se asienta una organización territorial coherente, cohesionada y solidaria entre territorios. En 30 años a nadie se le ocurrió que hiciese falta un Ministerio para ir a hablar con todas la C.C.A.A para hacerles ver su propia esencia, los principios en los que se fundamentan, y de los que tanto se han ido alejando, o las han ido alejando. Ahora el Estado nombra un “mediador” entre C.C.A.A para intentar conseguir esa solidaridad entre ellas, para que colaboren en una serie de principios comunes, que más parece este ministerio y su cabeza visible, un embajador de una antigua potencia colonial enviado a negociar recursos, en tono conciliador, a sus antiguas colonias. Por supuesto, la diferencia en la comparación es abismal. Ni el Estado español actual ha explotado ni sometido férreamente a sus C.C.A.A, ni mucho menos éstas son o han sido estados independientes, aunque en mucho sus administraciones se comportan como tales -o hacen que se comporten-, alentadas por la gestión de Zapatero, y por otros gobiernos antes que él, unos por acción y otros por omisión.
Ahora necesitamos a un político curtido en mil batallas, uno de lo que mejor ha manejado, en el peor sentido de la palabra, el sistema para ir “desconectando” al Estado en la tan aclamada “descentralización” a toda costa. Justamente él es de los que mejor conocen el sistema para manejar el timón del nuevo invento, sin tener que reconocer que se enfrentan al monstruo que ellos mismos han creado. Chaves fue hombre de estado, pero donde ha destacado, por encima de todo, ha sido como hombre de C.C.A.A, como Presidente de C.C.A.A. Y es tengo la impresión que hay muchos que han estado empeñados en que a los 17 presidentes se les considerase cuasi como al del Estado. Simplemente, nuestro sistema no lo permite. Y Chaves recoge toda esa “buena tradición”.
No soy abogada, no soy legalista, no soy especialista en casi nada. Pero, por coherencia de continuidad, no le auguro mucho éxito ni al señor Chaves ni a su jefe de ahora, el señor Zapatero.
Si pudiera decir, si pudiese creer, que el jefe último de ambos es el interés de España, o el interés de los ciudadanos españoles, que viene a ser lo mismo, seguramente creería que pueden llegar a buen puerto con esta nueva nave. Aunque si ese fuera su jefe, nunca hubiéramos llegado a esta situación. Pero como creo, echando la vista atrás a estos cinco años de Gobierno de Zapatero y su corte -los “cortados” por su mismo patrón- que eso no va a suceder, pues sólo me queda esperar que hagan suyas soluciones que resultan mucho más acordes con los tiempos que a todos nos toca vivir, vengan de donde vengan.
No quiero que llegue un momento, en estos tres años que quedan hasta las siguientes elecciones generales, en que se haga necesaria una dimisión presidencial. Eso es de lo peor que le puede ocurrir al sistema, por muchas razones. No quiero que dimita Zapatero. Quiero que recobre el sentido común con mayúsculas.
Y cuando acabe en Moncloa, que se dedique a lo que seguro –ayer lo supe al verle y oírle junto a Obama- ha nacido este José Luis; para su Paz Mundial. Así, que se prodigue en todo ese tipo de foros, mejor todos aquellos de corte más bien extremista en sus actuaciones, todos aquellos en los que el objetivo justifique cualquier medio. En ese ambiente estará en su salsa. Desgraciadamente para los ciudadanos de nuestro país, ésa, la de que el fin justifica los medios, ésa que es su manera de proceder, no es la adecuada para gobernar España.
Nieves Milagros M. G.
Coord. CEL Daganzo de Arriba
Publicado en www.upyd.es
Política Territorial, otros dicen que Coordinación Territorial, hay algunos incluso, que se refieren al nuevo Ministerio como de Política Territorial, pero hablan del responsable como Ministro de Coordinación Territorial. A estas horas, las 22:10 h del 7 de abril de 2007, aún no está muy claro como denominar este nuevo invento gubernamental. Y él, el ministro, él es el único “barón” del PSOE que aún se ha de llamar así, presidente hasta ayer de la Junta de Andalucía, de la Comunidad Autónoma de Andalucía, Manuel Chaves.
Hay más cambios, pero yo, para nada experta en análisis político más allá del cotidiano sentido común de cualquier ciudadano, me he fijado especialmente en este “movimiento” de José Luis Rodríguez Zapatero, actual Presidente del Gobierno de España. Me ha saltado como me saltan las faltas de ortografía graves en un texto, me ha chillado el pilotito en la cabeza: “Coordinación/ Política territorial”.
Nuestro actual Presidente argumenta a favor de este nuevo ministerio que se impone su creación para fortalecer la “cohesión territorial”, según sus propias palabras, como eje básico en la política de enfrentar la crisis económica, lo que ha motivado la reorganización del Gabinete.
“Eje básico”, me resuena en la mente junto a las palabras “cohesión” y “coordinación”, y todo por el factor territorial, por la colaboración entre territorios, entre Comunidades Autónomas…
He de destacar la coherencia del nombramiento, por eso me chilla precisamente, por la coherencia. Porque era previsible, en la situación actual de crisis del sistema en su conjunto, era previsible que su “talante” obligara a nuestro presidente a sacarse de la manga tal pirueta. Es coherente con su manera de proceder a estos últimos cinco años. Porque tan alejada ha estado su política de esa cohesión territorial, tan en las antípodas, que ahora, sin resortes legales e institucionales para dar “marcha atrás”, se ve obligado a huir hacia adelante y inventarse el Ministerio de Coordinación/Política Territorial”. Es la muestra, bajo forma de cartera ministerial, del “corte” de conexiones” que ha sufrido el Estado español para actuar sobre su territorio a través de sus administraciones. El Estado, el Gobierno como su órgano principal, no dispone ya de conexiones con la C.C.A.A, gracias en gran medida al traspaso de competencias -de unas más que de otras- para afrontar todo lo que se nos avecina sobre este tromba que ya nos inunda, para articular las medidas necesarias en todos los ámbitos, que permitan afrontar los grandes retos que esta crisis no obliga a enfrentar, tantos los inmediatos como los no tan inmediatos pero igual de necesarios si no queremos que otro “sunami” como el actual nos vuelva a ahogar en el futuro.
La constitución prevé las líneas maestras sobre las que se asienta una organización territorial coherente, cohesionada y solidaria entre territorios. En 30 años a nadie se le ocurrió que hiciese falta un Ministerio para ir a hablar con todas la C.C.A.A para hacerles ver su propia esencia, los principios en los que se fundamentan, y de los que tanto se han ido alejando, o las han ido alejando. Ahora el Estado nombra un “mediador” entre C.C.A.A para intentar conseguir esa solidaridad entre ellas, para que colaboren en una serie de principios comunes, que más parece este ministerio y su cabeza visible, un embajador de una antigua potencia colonial enviado a negociar recursos, en tono conciliador, a sus antiguas colonias. Por supuesto, la diferencia en la comparación es abismal. Ni el Estado español actual ha explotado ni sometido férreamente a sus C.C.A.A, ni mucho menos éstas son o han sido estados independientes, aunque en mucho sus administraciones se comportan como tales -o hacen que se comporten-, alentadas por la gestión de Zapatero, y por otros gobiernos antes que él, unos por acción y otros por omisión.
Ahora necesitamos a un político curtido en mil batallas, uno de lo que mejor ha manejado, en el peor sentido de la palabra, el sistema para ir “desconectando” al Estado en la tan aclamada “descentralización” a toda costa. Justamente él es de los que mejor conocen el sistema para manejar el timón del nuevo invento, sin tener que reconocer que se enfrentan al monstruo que ellos mismos han creado. Chaves fue hombre de estado, pero donde ha destacado, por encima de todo, ha sido como hombre de C.C.A.A, como Presidente de C.C.A.A. Y es tengo la impresión que hay muchos que han estado empeñados en que a los 17 presidentes se les considerase cuasi como al del Estado. Simplemente, nuestro sistema no lo permite. Y Chaves recoge toda esa “buena tradición”.
No soy abogada, no soy legalista, no soy especialista en casi nada. Pero, por coherencia de continuidad, no le auguro mucho éxito ni al señor Chaves ni a su jefe de ahora, el señor Zapatero.
Si pudiera decir, si pudiese creer, que el jefe último de ambos es el interés de España, o el interés de los ciudadanos españoles, que viene a ser lo mismo, seguramente creería que pueden llegar a buen puerto con esta nueva nave. Aunque si ese fuera su jefe, nunca hubiéramos llegado a esta situación. Pero como creo, echando la vista atrás a estos cinco años de Gobierno de Zapatero y su corte -los “cortados” por su mismo patrón- que eso no va a suceder, pues sólo me queda esperar que hagan suyas soluciones que resultan mucho más acordes con los tiempos que a todos nos toca vivir, vengan de donde vengan.
No quiero que llegue un momento, en estos tres años que quedan hasta las siguientes elecciones generales, en que se haga necesaria una dimisión presidencial. Eso es de lo peor que le puede ocurrir al sistema, por muchas razones. No quiero que dimita Zapatero. Quiero que recobre el sentido común con mayúsculas.
Y cuando acabe en Moncloa, que se dedique a lo que seguro –ayer lo supe al verle y oírle junto a Obama- ha nacido este José Luis; para su Paz Mundial. Así, que se prodigue en todo ese tipo de foros, mejor todos aquellos de corte más bien extremista en sus actuaciones, todos aquellos en los que el objetivo justifique cualquier medio. En ese ambiente estará en su salsa. Desgraciadamente para los ciudadanos de nuestro país, ésa, la de que el fin justifica los medios, ésa que es su manera de proceder, no es la adecuada para gobernar España.
Nieves Milagros M. G.
Coord. CEL Daganzo de Arriba
Publicado en www.upyd.es
lunes, 27 de abril de 2009
De 0 a 40 MIL sin apenas combustible
Ahora el reto es superar las 40... MIL, ahora el reto es ése. Superar la cifra de las 40 mil firmas en apoyo de nuestra candidatura, la candidatura de Unión Progreso y Democracia, a las elecciones europeas del próximo junio.
Todos sabíamos que 15 mil las tendríamos con relativa facilidad. Había que ponerse a ello por supuesto. Tan sólo recopilar esa cantidad inicial ya era un esfuerzo de movilización de nuestros afiliados y simpatizantes.
En este periplo, de las 15 a las 40 o más que es fácil que se reúnan, en este viaje que he vivido desde un pequeño ricón, la mesa que hemos puesto los del nuestro CEL estos días en Daganzo, pues, lo mejor que me llevo es -por encima del mi veces agradecido apoyo y simpatía que los ciudadanos nos demuestran cada vez que salimos a la calle- la entidad que nos ya presuponen. Entidad que tenemos, que yo sabía que tenía este partido incluso como embrión, en sus comienzos, a pesar del ostracismo al que se nos ha condenado, por estrategia conjunta, de varios estamentos. Es el mensaje que mensaje que me transmiten mis vecinos, ciudadanos como yo, cuando se paran a hablar conmigo, como la cosa más normal del mundo, a veces como si me conociesen de hace tiempo -porque nos están poniendo cara desde que UPyD salió la primera vez a la calle en este municipio- y me piden que traslade esta u otra problemática que ellos constatan, o que me apunte tal o cual asunto que ellos consideran importante. Y eso hago, apuntarlo. Cuando, estos días, en los que estábamos un tanto apremiados por la recogida de firmas, alguno de mis conciudadanos -daganceños o no- se ha parado a charlar conmigo, he comprobado que era para eso para lo que estaba allí, he comprobado la esencia de UPyD. Y mi mente, y mi acción, se han concentrado, de la forma más natural, en disfrutar de la conversación y de la dialéctica que fluía. He disfrutado como cuando me pongo a esto de rellenar blancos. He disfrutado mientras me desarrollaba como ciudadana juntos a mis iguales.
Se hace camino al andar, se disfruta caminando porque lo importante no es llegar, sino caminar. No es llegar a tal o cual cantidad de firmas, sino lo que esas firmas significan, esas historias de dialéctica, de diálogo espontáneo y responsable entre ciudadanos que han surgido en el camino.
Y este viaje, de 0 a 40 mil o más, sin apenas combustible -con escasos y muy ilusionados recursos- es uno de los muchos que forman parte del viaje que inicié hace algo más de un año, cuando el click de mi ratón confirmé mi afiliación a Unión Progreso y Democracia.
Y mi afiliación
es parte de mi camino,
del que recorro desde un día de 1973.
Seguimos caminando.
Todos sabíamos que 15 mil las tendríamos con relativa facilidad. Había que ponerse a ello por supuesto. Tan sólo recopilar esa cantidad inicial ya era un esfuerzo de movilización de nuestros afiliados y simpatizantes.
En este periplo, de las 15 a las 40 o más que es fácil que se reúnan, en este viaje que he vivido desde un pequeño ricón, la mesa que hemos puesto los del nuestro CEL estos días en Daganzo, pues, lo mejor que me llevo es -por encima del mi veces agradecido apoyo y simpatía que los ciudadanos nos demuestran cada vez que salimos a la calle- la entidad que nos ya presuponen. Entidad que tenemos, que yo sabía que tenía este partido incluso como embrión, en sus comienzos, a pesar del ostracismo al que se nos ha condenado, por estrategia conjunta, de varios estamentos. Es el mensaje que mensaje que me transmiten mis vecinos, ciudadanos como yo, cuando se paran a hablar conmigo, como la cosa más normal del mundo, a veces como si me conociesen de hace tiempo -porque nos están poniendo cara desde que UPyD salió la primera vez a la calle en este municipio- y me piden que traslade esta u otra problemática que ellos constatan, o que me apunte tal o cual asunto que ellos consideran importante. Y eso hago, apuntarlo. Cuando, estos días, en los que estábamos un tanto apremiados por la recogida de firmas, alguno de mis conciudadanos -daganceños o no- se ha parado a charlar conmigo, he comprobado que era para eso para lo que estaba allí, he comprobado la esencia de UPyD. Y mi mente, y mi acción, se han concentrado, de la forma más natural, en disfrutar de la conversación y de la dialéctica que fluía. He disfrutado como cuando me pongo a esto de rellenar blancos. He disfrutado mientras me desarrollaba como ciudadana juntos a mis iguales.
Se hace camino al andar, se disfruta caminando porque lo importante no es llegar, sino caminar. No es llegar a tal o cual cantidad de firmas, sino lo que esas firmas significan, esas historias de dialéctica, de diálogo espontáneo y responsable entre ciudadanos que han surgido en el camino.
Y este viaje, de 0 a 40 mil o más, sin apenas combustible -con escasos y muy ilusionados recursos- es uno de los muchos que forman parte del viaje que inicié hace algo más de un año, cuando el click de mi ratón confirmé mi afiliación a Unión Progreso y Democracia.
Y mi afiliación
es parte de mi camino,
del que recorro desde un día de 1973.
Seguimos caminando.
viernes, 24 de abril de 2009
Moriré...
entre pinares, entre los hierros torcidos de mi compañero, pequeño y veloz. Moriré deslizando mi vista en estas curvas, guiada por la luz que se pelea con el negro de estas noches de verano. Yendo o viniendo para ver lo que más necesito. Para sentirlo y tenerlo cerca.
Él siempre está ahí abajo, empaquetado en olor de pino y verano, rodeado de pausado ruido de una noche verano, con sus sonidos meciéndome cuando me voy y cuando me acerco.
Y nunca se lo diré. Nunca le diré lo que tan bien sabe. No saldrán esas palabras. No se las dejaré oír. Lo sabe. Pero no lo oirá. Decirlo acabaría con todo. El misterio está en no decirlo, en pensarlo, cuando me acerco y cuando me voy. Mientras voy y vengo.
Ahora, mientras conduzco por esta serpiente que juega con la sierra y se asoma al balcón mirando al hondo donde está él. Ahora me sube de allí.
Ahora me lleva lejos, ahora el viento y los grillos me acompañan. Son los únicos que me acompañan. La radio aquí apenas se escucha. Sólo están los pinos, las sombras rotas por mis faros, el aire que me entra y me refresca. Aire para esa mente que necesita relajarse, salir del torbellino, del enfado, de la pasión que lo provoca.
No me llevará esta camino a ningún sitio, a ningún futuro, por mucho que le q... no lo hará, no me llevará sino lejos o a morir entre pinares.
Una parte de mí está muriendo con cada curva que me aleja, porque no voy a volver.
Sí.
Morí entre pinares.
No lo diré, me lleven donde me lleven estas curvas en la madrugada de una noche de verano. Nunca lo diré, y siempre lo sabremos, ambos.
El escribir no es hablar: Lo sabemos, lo supimos, lo sabremos.
Nos Quisimos.
Firma-Esa chica de hace años-
Él siempre está ahí abajo, empaquetado en olor de pino y verano, rodeado de pausado ruido de una noche verano, con sus sonidos meciéndome cuando me voy y cuando me acerco.
Y nunca se lo diré. Nunca le diré lo que tan bien sabe. No saldrán esas palabras. No se las dejaré oír. Lo sabe. Pero no lo oirá. Decirlo acabaría con todo. El misterio está en no decirlo, en pensarlo, cuando me acerco y cuando me voy. Mientras voy y vengo.
Ahora, mientras conduzco por esta serpiente que juega con la sierra y se asoma al balcón mirando al hondo donde está él. Ahora me sube de allí.
Ahora me lleva lejos, ahora el viento y los grillos me acompañan. Son los únicos que me acompañan. La radio aquí apenas se escucha. Sólo están los pinos, las sombras rotas por mis faros, el aire que me entra y me refresca. Aire para esa mente que necesita relajarse, salir del torbellino, del enfado, de la pasión que lo provoca.
No me llevará esta camino a ningún sitio, a ningún futuro, por mucho que le q... no lo hará, no me llevará sino lejos o a morir entre pinares.
Una parte de mí está muriendo con cada curva que me aleja, porque no voy a volver.
Sí.
Morí entre pinares.
No lo diré, me lleven donde me lleven estas curvas en la madrugada de una noche de verano. Nunca lo diré, y siempre lo sabremos, ambos.
El escribir no es hablar: Lo sabemos, lo supimos, lo sabremos.
Nos Quisimos.
Firma-Esa chica de hace años-
60 historias truncadas
Es triste ver la frialdad, a menudo la indiferencia ireflexiva con la que oigo que tratan algunas noticias en los medios. Hoy una de ellas era que han muerto 60 personas en un nuevo atentado -o varios de ellos- en las últimas horas en Irak.
60 personas. 60. Siempre se oye lo mismo, cuando se oye algo que realmente destacan. Los que mueren en aquella tierra. Hoy se anunciaban 60 personas muertas. 60.
60 vidas truncadas. 60 familias destrozadas. Las vidas de esos cientos de familiares marcadas para siempre por el terrorismo y el no saber convivir los unos con los otros.
Pienso en lo loca que me volvería, que perdería la razón si la vida de mi hija se truncase, si a ella le pasara algo con ese resultado. Que no habría razón para seguir, ni ganas de superar el trance. Y la vida de mi hija es una.
1 vida.
Y hoy anunciaban 60 vidas sacrificadas.
60 personas. 60. Siempre se oye lo mismo, cuando se oye algo que realmente destacan. Los que mueren en aquella tierra. Hoy se anunciaban 60 personas muertas. 60.
60 vidas truncadas. 60 familias destrozadas. Las vidas de esos cientos de familiares marcadas para siempre por el terrorismo y el no saber convivir los unos con los otros.
Pienso en lo loca que me volvería, que perdería la razón si la vida de mi hija se truncase, si a ella le pasara algo con ese resultado. Que no habría razón para seguir, ni ganas de superar el trance. Y la vida de mi hija es una.
1 vida.
Y hoy anunciaban 60 vidas sacrificadas.
Ando más tranquila
he de confesar que aún me lío bastante con la organización de un partido político. Más si cabe porque Unión Progreso y Democracia no pretende venir a ser más de lo mismo. Por eso, como su organización va a ser más participativa, más dinámica -buscando el principio de democracia y eficiencia- pues andamos buscando cómo conjugar fórmulas en pos de ésas metas.
Ayer, oyendo a Ramón Marcos, me quedé más tranquila, porque es todo como se dijo que iba a ser, porque seguimos guardadando coherencia en todo por lo que trabajo en este proyecto. Y comprobarlo me da tranquilidad y fortalece mi ilusión. Fue eso lo que me movió la ilusión. Y si no la mantengo sé que no podría seguir.
Con facilidad me voy de cosas concretas, como son los pormenores de organización a los grandes conceptos, ilusión, democracia, nuevo proyecto, proyecto diferente... estoy hablando de lo mismo. Hay a quien se le da mejor hablar de esos pormenores, a mí se me da mejor hablar de ellos desde el concepto general si lo prefieres. Así que enseguida que Ramón nos explicaba pormenores de las Europeas y de la organización del Congreso, de los sistemas de listas... pues yo enseguida me hacía mís cábalas para traducir a mi esquema, "¿eso sigue el esquema, el principio que me hace estar aquí sentada escuchando? Sí, parece que sí. ¡Qué respiro! Y el pecho de llena de aire nuevo, y la mente se vuelve diáfana y limpia para seguir albergando información, deseosa de nuevos pensamientos.
En esencia, cuando más hablo con Ramón, cuanto más le escucho, más convencida estoy de lo en sintonía que estamos, y no hablo de Ramón-Nieves, hablo de Nieves, afiliada y ciudadana, con Unión Progreso y Democracia. Aquí sí sirve la ilusión, el trabajo y la responsabilidad, aunque sean valores muy menospreciados en la "moda", aquí sirven (es a lo que toda mi vida he dado importancia).
Dije que este blog era para escribir lo que me diese la real gana. Pues eso.
Ayer, oyendo a Ramón Marcos, me quedé más tranquila, porque es todo como se dijo que iba a ser, porque seguimos guardadando coherencia en todo por lo que trabajo en este proyecto. Y comprobarlo me da tranquilidad y fortalece mi ilusión. Fue eso lo que me movió la ilusión. Y si no la mantengo sé que no podría seguir.
Con facilidad me voy de cosas concretas, como son los pormenores de organización a los grandes conceptos, ilusión, democracia, nuevo proyecto, proyecto diferente... estoy hablando de lo mismo. Hay a quien se le da mejor hablar de esos pormenores, a mí se me da mejor hablar de ellos desde el concepto general si lo prefieres. Así que enseguida que Ramón nos explicaba pormenores de las Europeas y de la organización del Congreso, de los sistemas de listas... pues yo enseguida me hacía mís cábalas para traducir a mi esquema, "¿eso sigue el esquema, el principio que me hace estar aquí sentada escuchando? Sí, parece que sí. ¡Qué respiro! Y el pecho de llena de aire nuevo, y la mente se vuelve diáfana y limpia para seguir albergando información, deseosa de nuevos pensamientos.
En esencia, cuando más hablo con Ramón, cuanto más le escucho, más convencida estoy de lo en sintonía que estamos, y no hablo de Ramón-Nieves, hablo de Nieves, afiliada y ciudadana, con Unión Progreso y Democracia. Aquí sí sirve la ilusión, el trabajo y la responsabilidad, aunque sean valores muy menospreciados en la "moda", aquí sirven (es a lo que toda mi vida he dado importancia).
Dije que este blog era para escribir lo que me diese la real gana. Pues eso.
Queja "Tengo una pregunta para usted" RTVE
Mi contestación a la contestación dada a mi pregunta-queja sobre por qué no se invita a Rosa Díez a este programa.
ATT: Defensora. Formulario para el trámite de quejas, sugerencias y reclamaciones
De:
Nieves Milagros Martín García
Enviado:
jueves, 23 de abril de 2009 10:00:43
Para:
defensora@rtve.es
Muchas gracias por la rápida respuesta, aunque en realidad no se haya respondido. ¿La pregunta era por qué no se entrevista a Rosa Díez en "Tengo una pregunta para usted"?. No pedía la completa explitación de la motivación del programa. Ni tampoco que se me llamara la atención sobre lo que participa la señora Díez, como lo hacen los demás integrantes del Grupo Mixto del Parlamento, según RTVE, en los programas informativos, participación de la que por otra parte estoy al tanto -y esa sería otra cuestión motivo de preguntas-. La pregunta era, simplemente ¿Por qué? Si los criterios son los de representación cameral, ¿Por qué no se hace una edición del programa con los representates del grupo mixto? menor duración del programa, menos preguntas, pero se les da la voz que sus votos representan. La decisión, como ustedes dicen, de que "no se ha invitado a ningún diputado de los 4 partidos del Grupo Mixto", ¿a qué obedece?. Si el formato de este programa quiere ser realmente atento a dichos criterios de representación, cuando se trata de panorama político, les falta a ustedes -sin contar con el PNV dada su declinación de la invitación- el grupo Mixto para dar una respuesta global a los votos de todos los ciudadanos.Se quiere trasladar a la ciudadanía el mensaje de pluralidad democrática. La fórmula de este formato -muy acorde con los tiempos en los que nos movemos y nos vamos a mover- puede ser muy plural, y puede aparentar ser muy plural. Todos sabemos que la verdadera parcialidad está en la selección y la distancia que hay entre lo que se cuenta de una realidad y la realidad en sí. De nuevo muchísmas gracias por la prontitud y a la atención prestada. Nieves Milagros M.G.
From: defensora@rtve.
Re: Formulario para el trámite de quejas, sugerencias y reclamaciones
Date: Thu, 23 Apr 2009 10:20:25 +0200
Estimada Sra. Martín:
Remití su correo sobre Tengo una pregunta para usted , junto a otros que se interesaban por el mismo asunto, al Director de los Servicios Informativos de TVE, con petición de respuesta para trasladársela a usted.
A continuación le envío su contestación:
Tengo una pregunta para usted es un programa plural, como lo son todos los espacios informativos, pero con un formato propio y unos tiempos definidos. Tras abrir este “foro ciudadano” al presidente del Gobierno y al líder del principal partido de la oposición, el 21 de abril se abrirá a los partidos minoritarios, siguiendo el mismo esquema que hace dos años. En aquella ocasión, fueron invitados los representantes de los partidos minoritarios con grupo propio en el Parlamento. Tanto entonces como este año, CiU, IU y ERC han aceptado participar y el PNV ha declinado la invitación.
Rosa Díez ha estado y estará presente en los informativos de TVE, tanto en los Telediarios, como en programas de entrevista como los Desayunos de TVE. En esta ocasión, no se ha invitado a ningún diputado de los 4 partidos del Grupo Mixto, donde también se encuentra el partido Unión Progreso y Democracia, de la que es diputada Rosa Díez. Esta decisión no significa que los líderes de los partidos del Grupo Mixto no sean convocados a distintos programas de RTVE como viene sucediendo hasta ahora. Un cordial saludo, Francisco Javier Llorente Director de los Servicios Informativos
Estas son las explicaciones del Director de los SS II, a quien corresponde decidir junto al Director de TVE, los invitados a participar en Tengo una pregunta para usted, sobre según su criterio periodístico.
Le agradezco su confianza en la Oficina del defensor del espectador y aprovecho para enviarle un afectuoso saludo,
ATT: Defensora. Formulario para el trámite de quejas, sugerencias y reclamaciones
De:
Nieves Milagros Martín García
Enviado:
jueves, 23 de abril de 2009 10:00:43
Para:
defensora@rtve.es
Muchas gracias por la rápida respuesta, aunque en realidad no se haya respondido. ¿La pregunta era por qué no se entrevista a Rosa Díez en "Tengo una pregunta para usted"?. No pedía la completa explitación de la motivación del programa. Ni tampoco que se me llamara la atención sobre lo que participa la señora Díez, como lo hacen los demás integrantes del Grupo Mixto del Parlamento, según RTVE, en los programas informativos, participación de la que por otra parte estoy al tanto -y esa sería otra cuestión motivo de preguntas-. La pregunta era, simplemente ¿Por qué? Si los criterios son los de representación cameral, ¿Por qué no se hace una edición del programa con los representates del grupo mixto? menor duración del programa, menos preguntas, pero se les da la voz que sus votos representan. La decisión, como ustedes dicen, de que "no se ha invitado a ningún diputado de los 4 partidos del Grupo Mixto", ¿a qué obedece?. Si el formato de este programa quiere ser realmente atento a dichos criterios de representación, cuando se trata de panorama político, les falta a ustedes -sin contar con el PNV dada su declinación de la invitación- el grupo Mixto para dar una respuesta global a los votos de todos los ciudadanos.Se quiere trasladar a la ciudadanía el mensaje de pluralidad democrática. La fórmula de este formato -muy acorde con los tiempos en los que nos movemos y nos vamos a mover- puede ser muy plural, y puede aparentar ser muy plural. Todos sabemos que la verdadera parcialidad está en la selección y la distancia que hay entre lo que se cuenta de una realidad y la realidad en sí. De nuevo muchísmas gracias por la prontitud y a la atención prestada. Nieves Milagros M.G.
From: defensora@rtve.
Re: Formulario para el trámite de quejas, sugerencias y reclamaciones
Date: Thu, 23 Apr 2009 10:20:25 +0200
Estimada Sra. Martín:
Remití su correo sobre Tengo una pregunta para usted , junto a otros que se interesaban por el mismo asunto, al Director de los Servicios Informativos de TVE, con petición de respuesta para trasladársela a usted.
A continuación le envío su contestación:
Tengo una pregunta para usted es un programa plural, como lo son todos los espacios informativos, pero con un formato propio y unos tiempos definidos. Tras abrir este “foro ciudadano” al presidente del Gobierno y al líder del principal partido de la oposición, el 21 de abril se abrirá a los partidos minoritarios, siguiendo el mismo esquema que hace dos años. En aquella ocasión, fueron invitados los representantes de los partidos minoritarios con grupo propio en el Parlamento. Tanto entonces como este año, CiU, IU y ERC han aceptado participar y el PNV ha declinado la invitación.
Rosa Díez ha estado y estará presente en los informativos de TVE, tanto en los Telediarios, como en programas de entrevista como los Desayunos de TVE. En esta ocasión, no se ha invitado a ningún diputado de los 4 partidos del Grupo Mixto, donde también se encuentra el partido Unión Progreso y Democracia, de la que es diputada Rosa Díez. Esta decisión no significa que los líderes de los partidos del Grupo Mixto no sean convocados a distintos programas de RTVE como viene sucediendo hasta ahora. Un cordial saludo, Francisco Javier Llorente Director de los Servicios Informativos
Estas son las explicaciones del Director de los SS II, a quien corresponde decidir junto al Director de TVE, los invitados a participar en Tengo una pregunta para usted, sobre según su criterio periodístico.
Le agradezco su confianza en la Oficina del defensor del espectador y aprovecho para enviarle un afectuoso saludo,
miércoles, 22 de abril de 2009
Una historia en silencio
Llovía. Una fosa pequeña, un cuerpo flaco y blanco, el cadáver de una mujer dentro. Un bebé igual de pálido y muerto junto a ella. La lluvia les caía encima. No podía apartar la mirada de dentro de la fosa. Su mujer y su hijo yacían dentro. El murmullo que oía cesó, al tiempo la tierra empezó a caer sobre los cuerpos. El cura había acabado con sus oraciones. El enterrador estaba acabando su faena. Quería gritarle, estrangularle. Una palada y otra y su mujer y su hijo bajo más tierra con cada una. Quería gritar y estrangular al mal nacido del enterrador pero no podía hacer otra cosa que permanecer inmóvil viendo como su familia desaparecía bajo un metro de tierra. Ni siquiera había podido pagar una mortaja decente, una buena sábana siquiera con la que envolver los cuerpos. Prefirió pagar lo que costaba enterrarlos allí, en el suelo más sagrado que el dinero de un pobre podía comprar.
No eran de por allí, no había nadie conocido junto a él mientras enterraban a su familia. El cura se había ido. El de la pala estaba acabando. Clavó bien hondo la cruz con los nombres a la cabeza de la tumba. Un buen par de golpes con la pala, comprobar su aguante una vez más y listo. Dio media vuelta para irse sin mirarle junto a la tumba, murmurando entre dientes algo parecido a una oración, como si fuera lo último antes de terminar su trabajo. Le pareció bueno en lo suyo.
Se santiguó, se puso la boina y corrió en dirección a la puerta de la ermita, unos metros más allá, buscando refugio y esperando a que escampara. Frente a la ermita apenas había cuatro casas dispuestas formando una pequeña plaza. Dos eran de piedra, toscas y no muy grandes pero bastante mejores que el resto. Por detrás de todas ellas se apenas se contaban con los dedos de una mano unas cuantas casuchas más junto a corrales de adobe o hechos a base de cercas de madera vieja. Lo mejor de aquel sitio; la era para el grano, la mejor de la comarca.
Parado bajo el dintel de la puerta de la ermita, pensó que le hubiera gustado volver a su pueblo, al norte más allá de la sierra. Pero salieron de allí porque no había trabajo y, de momento, aquí abajo sí lo habían conseguido. Era lo más importante. Ahora que estaba solo, le gustara o no, sería más fácil salir adelante. El jornal le daría para comer y para guardar lo suficiente conque aguantar hasta la siembra en la primavera siguiente, sino encontraba donde le contrataran en el invierno.
Seguía lloviendo, no podía quedarse mucho más tiempo allí. El jornal de ese día ya iba a ser pequeño por no haber ido a la cuadra desde primera hora. El capataz le había dado el pésame de parte del amo pero también le había dicho que no podía pagarle sino iba a trabajar. Había tenido la consideración de hablar con el cura para que el entierro fuera a primera hora y que él pudiese llegar pronto sin perder la mañana. Por lo que sabía, parecía un buen amo, mejor que los que había tenido hasta entonces, y él, Antonio García López, a sus veinticuatro años, había tenido unos cuantos.
Había tenido mucha suerte en aquel pueblo. En las cuadras del amo necesitaban varios mozos con la llegada de la primavera. Había más trajín que en invierno. Los cogían de los mismos que iban a la plaza cada mañana para sacar el jornal en los campos de los señores, pero para las cuadras necesitabas andar diestro en manejar las mulas y caballo fino, los herrajes, la limpieza de la cuadra y arreglar aperos, había que saber de fragua. Aunque era forastero, no hacía más que un año que había llegado al pueblo, a Guzmán, uno de los jornaleros más respetados, le había caído en gracia. Hablando en los almuerzos mientras hacían la siega el año anterior, supo que Antonio estaba enseñáo en cosas de fragua y cuadras. Al propio Guzmán no le interesaba aquello porque, aunque pagaban bien, trabajaba por temporadas en otro pueblo vecino como una persona de confianza de un primo del amo, igual de rico que él o más. Por mediación de él, entró Antonio en la cuadra.
Viendo el capataz que no se rezagaba, que los animales estaban bien atendidos y que les sabía manejar, y que no faltaba una sola mañana en la plaza desde que había llegado, le pareció cabal. Por eso le dijo que, para no perder tiempo en ir a la plaza se fuera directo a las cuadras cada mañana, que si lo hacía así y estaba siempre a la hora en punto de la buena mañana, pues que no gritaría más esa temporada en la plaza “¿quién para la cuadra?”. Antonio sabía que había tenido mucha suerte. Forastero, menos de un año en el pueblo y ya tenía trabajo seguro para toda la primavera y el verano.
Para finales del verano anterior fue que le dijo Pura que le parecía que estaba preñada. Lo pasó mal en el tiempo que tardaron desde su pueblo hasta aquí. Tenía 17 años. Era una mujer menuda pero ya hecha. Antonio quería casarse y irse, todo casi a la vez. A ella la conocía de verla por el pueblo desde que era una cría. La vio crecer y trabajar con su madre en casa, ayudando con los hermanos, y en el campo, a lo que salía. Estaba hecha a lo mismo que él. Pero no había salido nunca del pueblo, y por eso creía Antonio que lo había pasado mal mientras estuvieron viajando. Sin embargo, no le costó adaptarse al sitio nuevo. Había más gente allí que estaba igual que ellos, recién llegados, e incluso ya con varios hijos, emigrados para estas tierras porque aquí los jornales decían que eran mejores, te podía contratar algún amo que tuviera negocios en la corte, y por aquí las gentes de Dios eran más ricas, tenían más tierras, las aprovechaban mejor y contrataban a más gente.
Era cierto, la Pura se preñó, si iba todo bien, la criatura nacería para abril del año siguiente, mientras tanto quisieron buscar algún sitio que estuviera un poco mejor. En la casa en la que vivían, compartida con otras familias, les había tocado una sala en la parte de abajo, que era más húmeda, y a nada se colaba el aire por las puertas y por las ventanas. No ganaba uno para calentar aquel cuarto. Pero no había nada mejor que ellos pudieran pagar. Así que Antonio le hizo unos arreglos. Se permitió comprar algo más de paja, que usaban sólo para el jergón, para hacer adobe e intentó cerrar rendijas y enlucir un poco el suelo. Cuando volvían de trabajar, o cuando iban, buscaban donde pudiera crecer esparto y juncos que poder trenzar con los que alfombrar el suelo y que resultara menos frío.
Pura se cansaba cada vez más. Trabajaba tan duro como otra que no estuviera preñada pero sabían que iba a ir pudiendo cada vez menos y que tendría que quedarse en casa. Esos días que cada vez eran más, aprovechaba para hacer remiendos, trenzar esparto, salir al campo a buscar cardos y collejas a las lindes de los caminos, o cualquier cosa que se pudiese coger sin buscarse un problema con los guardas. Todo para compensar el jornal que no estaban ganando con ella en estado.
O fue mucho trabajo, o el frío que seguía entrando en aquella habitación se le metió hasta el vientre –o eso creyó Antonio-. Se aseguraban de estar bien juntos cuando se acostaban y de calentar bien el sitio. Que por poco que pudo reunir la familia de ella, salieron de su pueblo con un ajuar de paños y unas mantas que para muchos era un mundo. Pero si te toca, te toca. No era extraño que muchas mujeres o sus hijos, o ambos, murieran en el parto.
Estaba trabajando cuando le empezaron los dolores, y aguanto hasta que notó que le escurría agua y sangre por las piernas. Avisaron a Antonio y la llevaron a su casa. Las vecinas les ayudaron. Estuvo mucho rato empujando. Pensó Antonio que Pura gritaría, porque de cría era de las más escandalosas, pero apenas si oyó unos gemidos. Le dijeron las mujeres que había echado más sangre de lo normal y que intentaban parársela. El niño salió muy morado. Intentaron que respirara, que al principio era normal que no lo hiciera. Se dieron cuenta enseguida de que había salido muerto. Lo dejaron aparte para ver si cortaban la hemorragia de Pura, sin conseguirlo.
A ella le había gustado que él hablara a su padre. Se lo dijo ya de casados. Ella lo veía serio y fuerte, como tenían que ser los hombres, para trabajar y dar de comer a la familia. Le dijo que había otros más guapos pero que no parecían tan fuertes como él. Antonio pensaba lo mismo de ella, que era una mujer fuerte para trabajar y que había aprendido bien las cosas de casa para cuidar bien de su marido.
Él ya sabía lo que era estar con mujeres, no se casaba por eso. Pura aprendió de él lo que era estar con un hombre, como tenía que ser, aunque hubiera oído cosas era él quien tenía que enseñarle. Sangró mucho la primera vez. Se asustó un poco pero ella, mostrándose fuerte, le dijo que era normal, que se lo había dicho su madre.
Se sintió muy solo cuando le dijeron que había muerto. Se sentía mal por la criatura, que había sido un hijo, pero más por Pura: “Que Dios me perdone pero me duele más por ella”. Nunca había estado tanto tiempo tan cerca de la misma persona.
Pura cumplió los 18 años dos meses antes de morir.
Ya no llovería por mucho tiempo. Hacía ya bastante calor, aún tenía que apretar más el Sol. Principios de julio. Hacía casi tres meses que Antonio era viudo. La seguía echando de menos. Pensaba en Pura y en el niño a menudo pero no hablaba de ello. Debía ser fuerte, ella lo quería porque era fuerte.
Guzmán le habló una vez de ello, que ellos ya habían dejado de padecer, que estaban ahora mejor de lo que estábamos nosotros. Antonio agradeció aquello pero, de común, él no tenía mucho tiempo para detenerse en distracciones ni relajarse como los amos en aquellos pensamientos. Debía atender a su obligación en primer y último lugar. Si ganaba lo suficiente y agradaba al capataz tal vez podría establecerse aquí.
El amo del pueblo tenía mano en la corte. La gente decía que no era tan rico como su primo pero iba camino de serlo algún día. Al amo de aquí lo conocían como D. Francisco Castellar Y Blanca, Marqués De Hanzo. Su primo era Duque. Según contaban, sus palabras, en más de una ocasión, habían aconsejado a reyes.
Eso a Antonio le traía sin cuidado. Él cuidaba de los caballos de D. Francisco. Si tenía suerte el año siguiente se le encargaría la misma labor. El jornal era mejor que el que daban por la siega. Se ganaba más y no se doblaban tanto los riñones.
Llegaba a las cuadras antes que amaneciera y se iba cuando ya no se veía. Se tenía que llevar el almuerzo, como cuando iba al campo. A Ubaldo, el viejo mozo de las cuadras, no le hacía falta. Llevaba ya muchos años haciendo lo mismo, conocía al amo desde que éste nació y se le tenía cierta ley, así que, cuando llegaba la hora del almuerzo, pasaba por atrás a las cocinas y de allí le sacaban el almuerzo afuera. Se lo tomaba sentao en el portalón, como un señor que anduviera de cacería.
No había visto nunca al amo, y tampoco tenía interés en ello, aunque sabía que acabaría conociéndole si seguía en las cuadras. El pésame que le dio el capataz cuando murió Pura fue lo más cerca que se pudo sentir de gente así. Había conocido otros, sí, y por eso precisamente no tenía ningún interés en conocer a éste. Pero luego, pasados los días desde el entierro de Pura, pensó que no tenía que ser mal amo si había mandado recado de esas maneras. Nunca ningún amo hizo algo parecido por él. Aunque tal vez hubiera sido el propio capataz del que hubiera salido la acción, pero, dándoles vueltas no le encajaba. El capataz era un hombre muy rudo, bueno para lo suyo, pero no se andaba con delicadezas como ésa con nadie, ni tenía por qué ni lo hacía. No, esas cosas sólo las hacían los amos, que habían nacido en colchones de pluma y estaban hechos a finuras. A la gente como el capataz y como el propio Antonio no les podían salir, ellos tenían que estar a trabajar que era lo suyo. Unos a mandar y a ser “buenos” si les daba la gana serlo, que para eso mandaban, y otro a obedecer. A Antonio le tocaba obedecer y trabajar. No se lamentaba de ello. Las cosas eran así, no había que darle vueltas.
También caviló si hubiera podido ser alguien de la casa del amo que estuviera por encima del capataz, alguien del servicio de la casa, que esa gente debía siempre que ser de otra clase que los que trabajaban el campo. Tal vez el jefe de los criados de la casa, el mayordomo, como había oído que se le llamaba. Seguía sin encajarle. Guzmán le había contado que el amo, a pesar de visitar la corte, pasaba tiempo en sus tierras y controlaba todo lo suyo con mano dura y en persona. Apenas dejaba los asuntos en manos de administradores, como hacían muchos de los amos que iban a la corte. D. Francisco, según decía Guzmán entre carcajadas “No aguantaría todo el año en la corte, ése no cambia esto por el empedrado.”.
Daba igual darle más vueltas a la cabeza. Lo cierto es que, desde que el capataz le dio el recado de D. Francisco, Antonio estuvo convencido que era el mejor que él hubiera conocido.
Llegó el frío de nuevo. Volvió cada mañana a la plaza. Consiguió un buen par de trabajos que muchos hubieran querido. Se había corrido la voz de su maña en las cuadras del amo, así que el cura lo cogió para hacer unos arreglos en las cochiqueras. Tenía dos gorrinos. Más tarde también se encargaría de matarlos y arreglarlos para el religioso. Era un hombre redondo, no muy gordo pero sí con redondeces. En los hábitos se le ajustaba la tripa y la papada le asomaba sin disimulos. Ya hubiera querido Antonio un poco de esa gordura para él, o mejor, un poco de lo que comía el clérigo para llenar sus ropas de esa manera. De todas formas, Antonio se recordaba una y otra vez que, a pesar de su viudedad la vida no se estaba portando mal con él en aquel pueblo. Si las cosas le seguían yendo así de bien, tal vez pensaría en casarse de nuevo.
Una de las vecinas de la casa, en la que seguía viviendo tras la muerte de Pura, se encargaba, a cambio de unas perricas, de lavarle la ropa de vez en cuando y de entrar a airearle el cuarto. Él sabía apañarse con los guisos y la guarda de la comida a salvo de los ratones y insectos.
Pero necesitaba una mujer. Las mujeres salían a ganarse también el jornal al campo y, si no lo hacían, estaban en casa guardando lo que traía el hombre y apañándolo de la mejor manera para estirar cuanto más los jornales. Se pasaba menos frío con una mujer al lado y no se daban tantas vueltas a la cabeza. Pensar ya en casarse, cuando no hacía aún un año que había muerto Pura, no le hacía sentir orgulloso de sí mismo, pero sabía que Pura hubiera pensado igual de estar en su lugar. En el caso de una mujer era aún más importante encontrar un hombre cuando se quedaba sola, y era mucho más difícil si ya no eras moza. Si tenías hijos no era extraño morirse de hambre o tener que repartirlos como bien pudieras, a servir, de pastores... lo que fuera...
En el pueblo había mozas casaderas pero, aunque pensaba ya en casarse si el siguiente verano le era tan propicio como el último, no se había fijado en ninguna. Lo que no pudo apartar de su cabeza cuando se vio con unos cuartos de más, fue en darse un lujazo e ir a ver a la Paca. No la llamaban así en voz alta, pero la Paca era la puta del pueblo. Y no todos los pueblos tenían ese lujo. Se había quedado viuda siendo ya moza vieja, con 24 años -la misma a la que lo hiciera Antonio- pero de eso habían pasado ya diez. El hambre apretó, no pudo colocar a todos los hijos, que eran seis cuando quedaron solos, sin padre que les alimentara, y los jornales que decentemente se podían ganar no llegaban. Así que empezó a rumorearse que se había visto figuras cubiertas con capa unas, y manta otras, salir de la casucha de la Paca a deshora. Y no eran figuras con sayas, que llevaban todas calzón. Eso era lo que se decía, Antonio nunca lo había visto, sólo sabía que aquel pueblo tenía puta, señal de que el dinero no faltaba. Él ya lo había hecho antes pagando, siendo más joven. Lo había hecho pagando y sin pagar. Con dinero de por medio muy pocas veces, una o dos, una puta era algo muy caro para la gente como él. Sin pagar algunas más. Con mujeres, meretrices o no, a las que les había gustado. Alguna vez notó que lo miraban y se reían, y luego, cuando estaba solo, cuidando que nos las vieran, se acercaban a él en un rincón. Siempre rápido. Nunca se le ocurrió poner problemas cuando se le acercó así alguna mujer, esas cosas no pasaban a menudo, no había que desperdiciarlo porque había aprendido que estar con una mujer era lo mejor de la vida. Lo que sentía el cuerpo estando dentro de la mujer no se sentía con nada más. Sabía que también se hacía con animales pero él ni se lo había planteado. Su vida en eso, por lo poco que sabía, y otro tanto que se imaginaba, era igual a la de los demás hombres.
Después de casarse no se le acercó ninguna mujer más así. Hubo alguna que le miró como cuando luego se le acercaban, pero no llegaban a más. Antonio creía que era porque Pura siempre andaba cerca y las otras sabían quién era ella. Las mujeres son como los perros de los pastores en eso, cuidan de que nadie se acerque a lo suyo. No le importaba mucho porque el ya tenía mujer con la que estar, ya podía sentir todo aquello que sentía cuando estaba dentro una de ellas siempre que quisiera. Si hubiera querido estar con otras hubiera podido. Aunque no estaba bien visto, tampoco era un crimen. A Pura no se le iba a ocurrir estar con otro, eso sí estaba mal. La mujer casada sólo puede estar con su hombre. Pero también las había que se amancebaban con otros distintos a sus maridos y aunque, hablaban muy mal de ellas, y sabían que el marido las podía hasta matar sin que nadie se opusiera, había veces en las que no les pasaba nada.
El tiempo de matrimonio con Pura fue tan poco que, si estaba destinado a cansarse de ella y ponerle los cuernos con otras, no tuvo tiempo de saberlo y sí de llorarla y echarla de menos en sus adentros.
Al final Antonio decidió que era mejor no ir a ver a la Paca y guardar ese dinero para cuando le hiciera falta. Se aguantaría las ganas que empezaba a tener. Tal vez lo volviera a mirar alguna mujer.
El tiempo le premió la paciencia y la buena cabeza, debió pensar Antonio mientras se movía adelante y atrás contra aquel muro, por detrás de las cuadras. Ella no tardó en abrir sus pantalones. Lo cogió para sí y sin pronunciar palabra empezó a desabrochárselos. Él ya sabía lo que había que hacer. Le subió las enaguas. Con las piernas abiertas se montó en sus caderas y las movió hasta que le notó dentro. Luego los movimientos y las respiraciones. Antonio quería disfrutar mucho y muy bien de aquello. No sabía cuándo podría hacerlo de nuevo o si ella querría volver a hacerlo con él. Pareció gustarle como se lo tomaba él. Cuanto más fuerte empujaba él más parecía gustarle. Se dejó caer hacia un lado del muro haciendo que Antonio cayese sobre ella. Pareció que le adivinaba el movimiento porque él se emocionó aún más y siguió, ya en el suelo, con más energía. La mujer se llevó una mano a la boca tapándosela mientras a Antonio le parecía que le pedía que no parase. Él no pensaba parar hasta satisfacerse del todo.
El rato con la criada le gustó mucho a Antonio. Luego, durante algún tiempo, ambos volvieron a ignorarse como antes, aunque él estaba deseando que ella le buscara de nuevo. No era guapa, pero tenía una cara amable. Tenía unos pechos grandes y un culo duro, y eso le había excitado mucho. Pura, su mujer, aunque estaba bien formada tenía los pechos más pequeños y el trasero no tan redondo como el de la sirvienta.
No pensaba en la criada para casarse con ella, sólo pensaba en el placer cuando la poseyó. Para casarse necesitaba otra cosa. Si la criada hubiera estado nada más que con él, tal vez se lo hubiera pensado, pero no creía que eso fuera posible. Las mujeres que buscaban así a los hombres no estaban sólo con uno.
La criada volvió a buscarle más veces, siempre igual.
El cura y el herrero del pueblo al los que les había hecho algunos trabajos en invierno hablaron bien de él, y con la primavera, el capataz del amo volvió a llamarle en la plaza algunos días y ofrecerle de nuevo lo que el verano anterior, esta vez como si hablara con alguien del pueblo. Ya no era un forastero. Luego vinieron los encuentros con Dolores, la criada. Antonio no se creía la suerte que estaba teniendo.
Decidió hablar con Guzmán de sus ideas sobre volver a casarse. Y éste le dijo que le parecía muy sensato, de hombre cabal. Le preguntó si había pensado en alguna y a Antonio le pareció que le preguntaba como poniéndolo a prueba, supo entonces que sus juegos con Dolores no eran tan secretos como podía pensarse. Contestó que quería una mujer tan buena como Pura por lo menos pero, que si ya no se sentía extraño en el pueblo para pedir trabajo, sí creía que lo era para juzgar qué moza y entera, podría ser buena para ser su mujer, añadiendo, para no ofender a nadie, que, sin despreciar a su esposa, estaba seguro de que en el pueblo había muy buenas mujeres. Guzmán intentó esconderle el brillo de sus ojos y su tenue sonrisa al oír de boca de Antonio “moza y entera”. Hubiera perdido el favor del mandamás entre los jornaleros si hubiera dado muestras de querer hacer “decente” a Dolores. Le dio pena por ella, pero lo juzgó una de las muchas reglas que había que seguir sin más. Guzmán dijo, muy templado y casi indiferente, que preguntaría, pero le pidió que se fuera fijando él también.
No tardó mucho Guzmán en volver sobre lo del casorio. Antonio se afirmó en sus intenciones pero seguía sin. Hizo ver de nuevo sus temores porque, no conociendo todavía mucho a los vecinos, se fuera a ofender el padre, o familiares, de la moza que él pudiera siquiera nombrar como de su agrado. Iba por buen camino porque Guzmán volvió a mostrar, con en la vez anterior, su agrado con sus gestos. Lo que le propuso el veterano jornalero le dejó de una pieza. Guzmán comenzó alabando su buena disposición en el trabajo, que en tan pocos años –apenas hacía tres que andaba por allí- se había ganado buena fama en el pueblo, y que, por lo que él sabía, las suyas, su buen hacer en las cuadras y con la gente rica del pueblo, eran condiciones que le iba a seguir asegurando el pan. Confesó no querer andarse con más rodeos así que, tras haberlo meditado bien, y sabiendo que Antonio era por entonces uno de los mejores, sino el mejor partido para una buena moza, había decidido que porqué le iba a proponer a mujeres de otras familias teniendo, como él tenía, dos hijas en edad de casar.
Antonio entre sorprendido y halagado, emociones ambas siempre contenidas, como a los hombres corresponde, agradeció tan enorme deferencia. Hasta ese momento sabía que Guzmán le tenía en aprecio, pero hasta entonces no supo en cuánto. Antonio sabía que una boda así le aseguraría la vida en el pueblo. Yerno de Guzmán no era ser poco.
Se había fijado en las hijas de su protector, fueron de las primeras en las que se fijó pero desechó pronto la idea porque ni se le ocurrió que Guzmán quisiera consentir en una boda de su sangre con un forastero. Se equivocó de pleno, por fortuna para él.
Por supuesto, la elegida por el jornalero era la más mayor de las dos, Hipólita, de dieciséis años. Una muchacha más guapa de lo que había sido Pura. Es más, a Antonio le parecía una de las mujeres más bonitas que había conocido. No tenía las curvas, pechos y caderas de Dolores, pero es que Dolores era muy mujer y además, también era más mayor. Hipólita era guapa, pálida de piel porque no salía tanto al campo como otras mujeres y, cuando lo hacía, iba bien cubierta. Su familia se podía permitir que las hijas estuvieran más a las labores de casa. La idea del padre era colocar a alguna a servir como había hecho con la hija mayor en su día. Sí, era muy guapa para lo que Antonio estaba acostumbrado. Pero había algo que le intimidaba un poco. Hipólita siempre era más fría y distante que las otras. Sonreía y hablaba como las demás pero a él le parecía que estuviera más lejos. Por esa especie de distancia y frialdad, además de por ser hija de quien era, a Antonio apenas si se le pasó por la cabeza que pudiera desposarla. Había en el pueblo más de uno interesado en las hijas de Guzmán y la suerte eligió a un forastero viudo de casi 27 años. La diferencia de edad era la idónea. Un hombre adulto, ya formado y curtido, y con buenas miras para el futuro, pues de eso, en buena parte, se había encargado el suegro.
Antonio e Hipólita se casaron a finales de mayo, en la ermita, a pocos metros de donde descansaba Pura, a los dos años y un mes de su muerte. El suegro se encargó se santiguó ante la tumba antes de entrar a la iglesia. Fue un detalle que Antonio no pasó por alto y agradeció para sus adentros. Una mirada entre ambos bastó.
Casado con Hipólita ya no podía seguir viviendo en aquella habitación. A pesar de ser hija de jornalero, era de otra clase, distinta a la de Pura. Ella estaba acostumbrada a más comodidad. Antonio iba a recibir un pequeña dote, además del un muy buen ajuar –incluso había un juego de sábanas de hilo bordado por unas monjas-, así que se mudó a una pequeña casa de adobe, con dos cuartos y un pequeño corral en la parte trasera. Un lujo con el que nunca soñó pero que ahora se podía permitir gracias a su trabajo y a la influencia de su suegro. Le hizo unos pequeños arreglos y trenzó esparto para los suelos. En una de las salas, la de la chimenea, el suelo era de piedra y no de tierra apisonada. Con una de las mejores telas que le quedaban del ajuar de Pura, hizo una tosca cortina a modo de puerta entre las dos salas. Ambas tenían ventana. La que hacía las veces de dormitorio tenía un pequeño ventanuco que daba al corral. La otra tenía una ventana más grande que daba a la calle por la que se entraba. Pagó a la vecina de la antigua casa para que limpiase la nueva.
Él estaba hecho a dormir en el suelo pero le parecía que Hipólita no. Se las apañó para hacer un armazón de madera sobre el que poner el jergón y que no descansase cobre el suelo, una especie de cajón en el que ponerlo. Lo que tampoco esperaba era que, en el ajuar, se incluyera un jergón de tela, perfectamente cosido por su suegra, ¡relleno de lana!. Hipólita lo descosería cada cierto tiempo para lavar la lana y volver a rellenarlo. Antonio no estaba acostumbrado a todas estas comodidades y se extrañó de sí mismo por la naturalidad con la que lo tomaba todo. Al fin y al cabo lo había pasado muy mal el primer año. Había perdido mujer e hijo al poco de llegar y no se había quejado sino que había trabajado con ahínco, aprovechando todo lo que se le ofrecía sin rechistar.
Ya no podría estar con Dolores. El riesgo era demasiado alto, no por su mujer, sino por su suegro. Antonio no estaba interesado en asumir riesgos como ése. Dolores había sido algo muy bueno, que le vino muy bien por el tiempo que hacía que no estaba con una mujer. Pero ahora volvía a tener esposa, tenía quien le atendiera, le calentara, y le proporcionara el placer que el cuerpo necesita.
Al principio tuvo miedo de que, cuando se corrió la voz su boda, Dolores fuera a buscarle igual que antes, o que le pidiera cuentas enfadada. Pero no fue así. Dolores lo ignoró como siempre hacía estando en público, y no volvió a buscarle cuando estaba solo. Desde luego la admiró por ello. Sabía medir las distancias, y como todos en el pueblo, sabía la distancia que debía guardar con Guzmán. Luego le dio a Antonio por pensar que Dolores se hubiera preñado. Pero no ocurrió nada. Recordó que, en uno de sus encuentros, le preguntó cómo lo hacía para no quedarse preñada si dejaba que él estuviera dentro hasta el final. Ella sólo se rió de él y le dijo que era cuenta suya. Con la emoción del momento, no se detuvo en preguntarle más. Pensó que igual era una de esas mujeres que estaban secas por dentro y por eso le dijo que no se preocupara.
No creyó que, como a Pura, la fuera a echar de menos también a ella. Hipólita no resultó ni mucho menos como Dolores, ni aún tan dispuesta como Pura. Su primera mujer, aunque virgen, estaba bien aleccionada en que debía aprender de su marido y complacerle, e incluso pareció entender que si lo que hacía le gustaba a ella conseguiría tener más contento a su marido. Pero con Hipólita no pasó lo mismo. La primera vez sangró también. Antonio volvió a preocuparse, como hiciera con Pura, de haberla hecho mucho daño. Por una parte estaba emocionado, le excitaba la idea de desflorar a una mujer tan guapa como ella, pero por otra no quería asustarla porque parecía muy frágil. Cuando lo hizo con Pura la primera vez, fue ella quien, sangrando, le tranquilizaba. Aunque físicamente era más grande y robusta, Antonio supo aquella noche que su primera mujer había sido más fuerte de lo que jamás sería Hipólita. No era ninguna desgracia, sólo estaba criada de otra manera. Al fin y al cabo el hombre era él y cuando aceptó casarse con la hija de Guzmán sabía que no se casaba con una jornalera hecha al campo hasta para dormir al raso si hacía falta.
Era evidente que su esposa lo pasaba mal cada vez que la reclamaba entre las sábanas, aunque nunca se negaba y se mostraba sumisa. Tal vez fuera por la edad, aunque no era mucho más joven que Pura cuando se casaron, o tal vez por miedo a quedarse pronto en estado, la cuestión es que prefirió esperar y aguantarse las ganas de yacer con una mujer tan bella. Pensó que, pasado un tiempo, asumiría mejor sus deberes y, si notaba que él la tenía en cuenta, se mostraría más dispuesta. Podría haberla tomado desde un principio como le diera la gana, incluso por la fuerza, ni siquiera Guzmán hubiera podido censurarle, pero no le gustaba nada la idea de pensar en Pura o en Dolores, en echarlas de menos cuando había llegado a poseer una pieza tan delicada y bella como lo era su joven esposa.
Hipólita supo entender las acciones de su marido y se empezó a mostrar menos distante. Antonio aumentó un tanto sus requerimientos íntimos, con miedo al principio. Ella pareció reaccionar bien, de manera más cálida, era evidente, pero sin llegar al disfrute que experimentaba Pura. Había que asumir que a Hipólita, a pesar de toda su belleza, nunca le agradarían sus deberes carnales tanto como a su marido. Antonio lo aceptó como aceptaba tantas otras cosas, y dejó de preocuparse.
Hasta que llegó a ese punto con su mujer pasó casi otro año y, en consecuencia, no se le hinchó el vientre tan deprisa como pasara con su primera esposa. Además, ella tampoco sangraba cada mes como era lo normal en las otras mujeres. Hipólita se lo dijo creyendo temiendo posibles enfados de su marido. Él ya sabía, por su otro matrimonio, que eso les podía pasar a las mujeres y que igual se podían quedar embarazadas. Se quedó más tranquila al ver la experiencia de su marido. Un día le dijo, mientras cosía unas labores y él acababa de cenar, que Dios la había mirado bien porque le había dado un padre con muy buen juicio para casarla con él. Antonio asintió y dijo que, en efecto, su suegro era muy bien hombre. Cuando Hipólita se giró, aprovechando que no le miraba, le dijo: “Dios nos ha mirado bien a los dos”.
Aunque en la cama no era lo que él se había imaginado por su belleza, Hipólita resultó una buena esposa en otros quehaceres, la llevanza de la casa, la costura, los guisos, mantener calientes y limpias las habitaciones. En el campo tampoco se apañaba mal. Pero, si a Antonio se le iba la cabeza pensando en Pura, en la comparación siempre ganaba ésta. Se reprochaba a sí mismo compararlas pero luego pensaba era ese aire de frialdad y lejanía, que se le hacía que Hipólita seguía manteniendo, lo que le hacía distraerse así. Fría o no, distante o no, Hipólita era su mujer y cumplía con sus obligaciones como tal. No le pedía más.
Él por su parte hacía lo propio. Cumplir como el marido que se esperaba que fuese, más su suegro que su mujer. Antonio tenía esto bien presente. Hacerlo no le suponía el menor esfuerzo. Sabía que estaba en muy buen camino y no iba a estropearlo. Seguiría esforzándose como hasta entonces.
Que Hipólita se quedara o no embarazada era algo que apenas le preocupaba. Ella era joven, había muchos años para que los hijos vinieran y, mientras tanto, les daría tiempo a ahorrar más que a otras familias. El tener que llevarse algo a la boca cada día había dejado de ser un problema hacía tiempo, e iba a seguir siendo así. Entre tanto, su trabajo en las cuadras del amo estaba algo más asentado después de cinco temporadas. Se había permitido el lujo de pensar en su futuro allí. El viejo mozo de cuadra, Ubaldo, que no era sino su jefe más inmediato, era ya mayor, de la edad de su suegro y, que él supiera, no había por los alrededores nadie más capaz que él para sustituirle cuando hiciese falta.
Además del trabajo en sí, tenía la ventaja de poder ver a los amos, si no a diario, a menudo, para lo que mostraban ante el resto de la gente del pueblo. Ni siquiera el propio Guzmán tenía tanto acceso al amo como él. Cierto que D. Francisco era muy parco en palabras cuando entraba en las cuadras, que no era a diario porque estaba dispuesto que, las más de las veces, se le tuviera preparada la montura, o el carruaje, en la puerta de la casa grande. Ordenaba y disponía con tono seco y cortante sin mirar jamás directamente a nadie que no fueran los criados principales de la casa. El resto era como si no existiera. Hacía lo que todos los amos.
Antonio estaba en el resto que no existía, excepto cuando su Pura murió, cuando el amo mandó recado de pésame. Se imaginaba que en desgracias como aquella, el amo haría igual con toda su gente. Aunque así fuera se sentía igual de agradecido. Había conocido a otros amos y éste era el único que se portara así con los suyos.
Una noche, al regresar a la casa, se cruzó con su suegro. Anduvieron un trecho del camino juntos, hablando de sus cosas, del trabajo, de sus mujeres. Antonio le comentó que aquella mañana, sin avisar, según su costumbre, se presentó el amo en la cuadra. Quería preparar él mismo un caballo que acababa de traer en su último viaje. Cuando hubo terminado vio que Guzmán parecía reflexionar sobre si hablar en aquel momento o no. Por fin, le dijo que, aunque de común le ignorara como a los demás, tuviera bien presente que el amo lo había distinguido a él como no se recordaba con otro en el pueblo. Antonio se quedó mirándole un segundo. Le respondió asintiendo y mostrándose agradecido pero añadió que entendía que el darle trabajo en la cuadra había sido, ante todo, favor hecho por su propio suegro que, sin apenas conocerle –“habló usted bien de mí, sabiendo sólo que trabajaba duro y entendía de fragua y animales”-. Guzmán reconoció su acto y, por un instante, no pudo ocultar su orgullo al haber acertado como lo hizo pero, un tanto sorprendido, le dijo a Antonio que no se refería a su labor en la cuadra, sino a que el amo mandase recado de pésame con el capataz cuando enviudó de Pura. Confesó que, aunque ya se había fijado en su modo de trabajar y conducirse, fue esta deferencia del amo lo que hizo seguir hablando en su favor al capataz, para el puesto en las cuadras, los años siguientes. ¿Cosas así?, ¿En ocasiones como aquélla?, pensó. ¿No se había conducido igual D. Francisco con vecinos del pueblo, que llevaban allí toda la vida? Fue la pregunta que salió de labios de Antonio. A lo que el suegro le contestó que no lo había hecho nunca hasta entonces, y menos con un forastero, como fuese Antonio cinco años antes. Ambos caminaron un rato en silencio. Así llegaron hasta la casa de Guzmán, unos metros más adelante. Antes de despedirse de él, Antonio esbozó una de sus escasísimas y leves sonrisas mientras le miraba a los ojos y le decía que pensaba que debía dar gracias a Dios por haber encaminado sus pasos a aquel pueblo, a pesar de la muerte de su santa primera esposa y de su hijo. Guzmán esbozó otra tenue sonrisa, le puso la mano en el hombro asintiendo y se despidió de él mientras desaparecía tras la puerta.
Intentó dejar zanjada así la cuestión. Lo último que quería es que Guzmán se hiciera preguntas sobre aquello, que se preguntara por qué el amo, consejero de reyes, había distinguido así a un forastero, un simple jornalero que no tenía donde caerse muerto, que se preguntara por qué no había sabido Antonio hasta entonces que aquel pésame había sido un trato de favor como ninguno hasta esa fecha. Le entró miedo. Tuvo miedo a la pregunta que no dejaba de martillearle: ¿Por qué? Un mandado no debía pensar en porqués.
Estuvo días dándole vueltas a lo mismo. No permitió que nadie notara lo que rondaba por la cabeza. Por supuesto no iba a preguntar más a Guzmán, ni a él ni a nadie. Si algo tenía claro es que no volvería a hablar con nadie de aquello, nunca. Y lo cumplió, pero estuvo mucho tiempo cavilando sobre lo mismo. El día que el trabajo, ya duro de por sí, se volvía más fatigoso que de costumbre, lo agradecía en su fuero interno, sabiendo que el cansancio le haría olvidarse, por lo menos ese día, de lo que ya se alargaba meses rondándole por la cabeza. Pero el tiempo lo puede todo. Hacía bien confiando en él. Su vida iba muy bien, se prometían años de sustento asegurado con una buena esposa al lado, y el mejor consejero y aliado que alguien como él podía soñar, pues en eso se había convertido su suegro. Poco a poco se fue olvidando de la conversación de aquella noche, ya no quería saber por qué el amo fue tan amable con él en el fallecimiento de su mujer.
Pasaron otros dos años. Antonio ya era un hombre maduro con treinta años. Su mujer ya tenía diecinueve. Los problemas de Hipólita para concebir era ya por entonces un hecho. Su cuerpo pareció regularse y sangraba cada mes, como las otras. A partir de ahí no tardó en quedarse en estado. Pero entonces pareció que se le iban las fuerzas. Aunque ella seguía igual de dispuesta para las tareas, incluso las más duras, se notaba que no podía como las otras cuando habían estado con el vientre lleno. En esos dos años tuvo dos abortos. Antonio estaba preocupado por la salud de su esposa, no tanto por no tener descendencia, porque sabía que antes o después vendrían los hijos, sino porque después de cada aborto debía recuperar fuerzas, algo en lo que, acorde con su naturaleza, más frágil que de común, también le invertía más tiempo. Antonio temía que pasar por lo mismo demasiadas veces la debilitara en exceso. A pesar de que no era fuerte, ya le había tomado cariño y costumbre, y no quería volver a quedarse viudo. Lo de los abortos tampoco era extraño, abortaban muchas mujeres de mejor naturaleza que su esposa. Las jóvenes abortaban mucho más que cuando pasaban por lo menos la veintena de edad la primera vez que se quedaban preñadas. Los hijos vendrían, de eso estaba seguro, y así se lo dijo a Guzmán, un día que hablaron de ello. Su suegro, como buen padre, parecía preocupado por su hija y, como buen hombre, pareció disculparse con Antonio por la debilidad física de Hipólita. Antonio, para tranquilizarlo, le dijo que él estaba satisfecho con la esposa. Era cierto.
Una tarde se presentó de improviso, como hacía siempre, el amo en la cuadra. Ordenó le preparasen un caballo distinto al habitual. Mientras cumplían con lo mandado, D. Francisco, para sorpresa de Antonio y Ubaldo, se dirigió al primero mirándole directamente a los ojos con una altivez propia de un amo, pero con un desprecio en sus palabras como nunca había oído antes Antonio, al mismo tiempo que le cogía del pecho bruscamente, atrayéndole hacia sí y, apoyándole de un golpe contra el muro de la cuadra, dijo: “Incluyéndome a mí, eres el hombre con más suerte y fortuna de toda la comarca, espero que des gracias al cielo a diario por todo lo que tienes”. Con la misma brusquedad lo soltó. Antonio, sin saber qué hacer, permaneció con la cabeza gacha. Como si no hubiera pasado nada, siguió con la preparación del caballo. El amo y Ubaldo hacen lo mismo. Antonio notaba que le quema la cara, le dolía la espalda y el pecho, por la violencia del trato recibido, notaba los golpes de sus palpitaciones en la cabeza como si se la estuvieran martilleando, pero seguía a lo suyo como si nada. Estaba sosteniendo ya la cabalgadura para que el jinete montase. D. Francisco se disponía a salir. En la cabeza de Antonio una voz gritaba ¡que se vaya! ¡que se vaya! Pero no, todavía un sobresalto más. A punto de arrear al caballo, el amo encajó, de nuevo violentamente, una de sus botas en el hombro de Antonio y le espetó, mirándole otra vez a la cara con más rabia si cabe, pero esta vez en voz más baja: “Depende de mí que siga tu buena suerte. Yo soy tu Dios... ” y se marchó.
En la cuadra quedaron los dos, el viejo y experto mozo de cuadra, y el propio Antonio. Durante varios segundos siguieron inmóviles ante la última reacción de D. Francisco. Por fin fue el viejo quien habló, preguntándole a Antonio, un tanto nervioso pero también enfadado qué había hecho para que el amo se pusiera así con él. A él le daba igual lo que el amo quisiera hacer o no con Antonio, pero que si le preguntaban no diría nada a favor de él. Añadió que no iba a verse perjudicado por Antonio, después de todos los años que llevaba trabajando allí: “Conozco a D. Francisco desde que nació y nunca le había visto así. Tú verás pa’dónde tiras pero a mí no me llevas por delante” En los años que Antonio llevaba con él, nunca había oído a Ubaldo tantas palabras seguidas. Antonio sólo le pudo contestar: “No lo sé, sólo cumplo con mi trabajo, no sé en qué he podido faltar al amo. Sólo cumplo con lo que se me manda” Da igual, pensó Antonio, el amo tiene derecho a todo.
Pasó el tiempo desde el episodio en la cuadra. A Antonio tardó en írsele el miedo del cuerpo. El viejo mozo, tras lo ocurrido, se mostró desconfiado y de mal humor por todo, pero también volvió a su trato habitual para con él, aunque le costó lo suyo. No habló con nadie de lo sucedido. Dudaba de si Ubaldo había decidido hacer lo mismo. Sabía que también a él le perjudicaría que aquello se supiera. De un modo u otro no le quedaba otra que confiar en el buen juicio del aquel sirviente.
Aunque el temor del primer momento pasó, por mucho que rezara y lo deseara, su cabeza no dejaba de cavilar con lo mismo: primero la conversación con Guzmán aquella noche, y luego las palabras y la violencia de D. Francisco. No le impresionó ni le amedrentó que aquel señor lo tratara mal. De los amos no se podía esperar otra cosa, no había porqué esperar otra cosa. Lo que le metió el miedo en el cuerpo es que pareció que el amo... tuviera envidia de él. Era absurdo, una locura pensar aquello pero así era. Le había parecido que el amo tenía envidia de él por algo que ni el propio Antonio sabía, y por eso lo había tratado así. El amo le quiso dejar claro quien mandaba. ¿Por qué a un señor como aquel le hacía falta dejar claro su dominio frente al más insignificante de sus sirvientes? ¿No estaba claro desde que el mundo era el mundo?, pensaba Antonio. ¿Por qué un señor como aquel empleó tanta contundencia en sus formas de imponerse frente a un sirviente como él, que se había mostrado obediente, sumiso y dispuesto a obedecer hasta donde fuera preciso? Le era imposible dejar de dar vueltas a todo aquello.
Una tarde el mozo le increpó con malos modos desde la entrada de la cuadra. Era la hora en la que el viejo volvía de comer en las cocinas. Le dijo que le habían ordenado que al día siguiente Antonio saliera de caza con D. Francisco. Le preguntó si había ido de caza antes. Antonio respondió que sí pero no con un amo como D. Francisco. Ubaldo le hizo preguntas más concretas de las artes de la caza para saber qué debía de enseñarle. A Antonio, como siempre, ni se le ocurrió preguntar lo que a los dos les rondaba la cabeza: ¿Por qué no acompañaba Ubaldo al señor, como había hecho más veces, en lugar de ir Antonio? Aunque mayor, Ubaldo soportaba perfectamente las fatigas un día de caza. Empezaban a ser demasiadas preguntas para el pobre Antonio.
A la mañana siguiente, antes de amanecer, estaba en la puerta de atrás de las cocinas, tal y como se le había mandado, listo para la jornada y rezando para que D. Francisco no le tratase como la última vez. Los moretones de su encuentro habían tardado en irse. Ni siquiera Hipólita los vio, ya se guardó él muy mucho de que así fuera. Las preguntas, sin embargo, lejos de desaparecer, cada vez eran más.
La escena de la cuadra no se repitió. Le ordenó y ignoró, en lo que era el comportamiento normal de un señor y su criado. Los gritos normales y la fusta amenazante, pero nada más. A su pesar, las salidas a cazar en los meses siguientes se vinieron a sumar a las tareas de Antonio. A veces iban los dos, a Ubaldo y él, pero, casi siempre era Antonio el elegido para preparar la montura, las armas, buscar la pieza caída, llevar a los perros... Antonio aguardaba temeroso caja jornada con el amo, sin embargo para sus familiares resultaba una gran satisfacción. Tuvo que decírselo a su familia, mejor eso que se enteraran por los chismes de las cocineras de la casa grande. En el pueblo no tardó en ser la comidilla aunque para bien. Más de uno se hubiera querido ver en el puesto de Antonio que ahora pasaba días enteros junto a D. Francisco. De paso Guzmán reforzaba el prestigio que ya tenía. Sólo alguien de tan buen juicio como él habría visto las ventajas de casar a una de sus hijas con un forastero como aquel. Ya nadie dudaba de su buen porvenir. Nadie excepto el propio Antonio. En otras circunstancias hubiera sido motivo de una gran dicha pero, para Antonio, después del trato de la cuadra, y por lo que empezaba a conocer a D. Francisco, le parecía que aquello le ponía en una cuerda floja de la que el amo lo arrojaría cuando le viniera en gana. Él sabía, por lo que había oído a las cocineras, que las cosas en la corte no habían sido favorables en los últimos tiempos. Los sirvientes achacaban a la mala racha del amo entre los de su clase que estuviera alargando aquel año el tiempo que dedicaba a sus tierras. Oyó decir que el amo hacía tiempo que hubiese deseado volver a la corte y, el permanecer obligado en el campo, por mucho que les gustase controlar sus posesiones, le estaba agriando más de lo normal el carácter. A Antonio le estaba tocando padecerlo más que a nadie. Los amos solían pagar sus malos humores con sus mandados. Antonio sabía que D. Francisco le había cogido gusto a tenerle atemorizado.
No se equivocaba. Durante una más de las cacerías, D. Francisco, tranquilo sobre su montura, mirando al frente, con su sirviente caminando al lado, le dijo sin más: “La mujer que tienes ahora es muy guapa. Aunque tarda en preñarse”. Miraba de reojo a Antonio, esperando a ver su reacción. Él, sin apartar la vista del suelo se limitó a decir: “no sé amo, yo acepto las cosas como quiere Dios dármelas”. No era lo que buscaba, así que, pasados unos segundos, insistió en su conversación: “la primera, de no malograrse, aunque feota, era mejor hembra”. No consiguió sacar otra cosa de Antonio que su asentimiento “lo que el amo diga para mí está bien”. D. Francisco siguió: “Sí, la primera era mejor hembra, te lo digo yo” dijo agachándose para acercarse a su criado mientras le asomaba una sonrisa. Esta vez sí lo consiguió. Antonio miró al frente con los ojos muy abiertos estuvo a punto de girarse y pararse en seco, pero no, pudo contenerse en el mismo segundo y seguir caminando junto al caballo. “Un poco más, está a punto”, debió pensar D. Francisco. Estaba disfrutando como hacía tiempo. Bajó del caballo casi sin detenerlo y se puso a caminar junto a Antonio: “Un poco guarra eso sí. He estado con mujeres preñadas más de una vez, y nunca a ninguna le dio por sangrarme encima, la muy guarra me puso perdido” Esta vez acabó de acaparar la atención de Antonio, que, inmóvil, no podía apartar la vista de él, atónito. “Sí”, prosiguió con naturalidad, atento a los movimientos de su criado, “forcé a tu mujer a punto de dar a luz. He forzado a otras y lo seguiré haciendo. No pensé que estuviera tan cerca de parir pero esa tarde tampoco me importaba. La vi allí, sola, apartada de los demás. Estaba orinando, con las faldas subidas. La estuve mirando, escondido de todos, sin que nadie supiera que estaba por allí, como he hecho otras veces. La miré mientras acababa, mientras se limpiaba y se colocaba las ropas. Yo ya había decidido que iba a desahogarme con aquella hembra. Salí de entre las jaras a la vera del trigal. Le di el alto y le ordené que me dijera quién era. Ella me lo dijo, con la cabeza baja, un poco asustada. Bajé del caballo y fui hacia ella. No se apartó. Pero cuando la agarré intentó desasirse. Al ver que la llevaba de nuevo hacia los árboles supongo que se imaginó lo que iba a pasar y forcejeó más mientras me suplicaba con voz queda que la dejara ir, que estaba a punto de dar la luz y que no disfrutaría con ella. La tiré junto a un árbol y empecé a desabrocharme y, entonces pasó lo que nunca ¿Entiendes?. D. Francisco, que hasta ese momento estaba disfrutando, pareció que estuviera a punto de enloquecer mientras se confesaba con Antonio: “¡Pasó lo que no tenía que pasar! Me miró a los ojos con odio y rabia, Tumbada en el suelo, se puso ante mí como si yo fuese el siervo y ella la señora, y ¡me ordenó que no lo hiciera! ¡Me asusté! Me quedé quieto mirándola con rabia esperando a que bajara la mirada, pero no lo hacía. ¡Nunca nadie me había hecho eso! Le abrí las piernas a fuerza y la atraje hacia mí. Ella forcejeaba sin dejar de mirarme y ordenarme. Yo no quería mirarla, me reía pero tenía miedo. Seguí a lo mío. Pensé que gritaría pero no lo hizo. Cuando me sintió dentro dejo de resistirse. Se quejaba pero no se resistió más. Pensaba que me había salido con la mía. ¡Te lo digo de verdad!, pensaba que me había salido con la mía otra vez. Como era lo suyo. Más me valdría no haberla tocado. Cuando me incorporé me cogió del brazo con las fuerzas que le quedaban. Me volvió a mirar a los ojos desafiante y dijo –“maldito seas, yo maldigo tu vida en este mundo, ojalá sufras todo cuanto sea posible en esta vida antes de arder en el infierno”- Iba abofetearla pero no lo hice. Corrí hacia mi caballo y la dejé allí sangrando. Deseé que se muriera allí mismo. Desee morirme yo. El resto ya lo sabes” Al momento pareció calmarse dejando escapar un pensamiento en voz alta mirando fijamente a Antonio: “Y un desgraciado como tú se casó con una mujer así“. Con las mismas volvió a recuperar su altivez y acabó diciendo: “¡Que te quede claro que tu buena suerte depende de mí!”. Y volvió a subirse al caballo tan rápido como había bajado, sin aumentar el paso, como queriendo ver la reacción de Antonio. Que no dejaba de mirar al suelo con los ojos muy abiertos como si un demonio se hubiese apoderado de él.
Primero deseaba no haberse enterado nunca de todo aquello. Ahora ya sabía qué aquello por lo que el amo le enviaba y castigaba. Por ser el marido de Pura. Por lo mismo que le premió y de distinguió del resto. El amo se lo había contado para martirizarle, para meterle el miedo en el cuerpo de por vida. Luego se acordaba de todo lo que debió sufrir su pobre Pura –la admiraba antes pero ahora su respeto por ella era mucho más fuerte- y sentía culpable por pensar así. No hubo nadie que la ayudara y ella no se quejó ni le dijo nada aun cuado pudo haberlo hecho, pero ¿qué podría haber remediado él de haber estado allí? El amo lo habría matado de interponerse y luego igualmente habría violado a su esposa y malogrado el embarazo. Su mujer y su hijo estarían muertos de todas formas y serían tres en aquella fosa. En los días siguientes,
aprendió que no había sabido lo que era odiar hasta que el amo le contó todo aquello. Cómo lo odiaba. Tenía miedo, mucho miedo, más de lo que había tenido nunca, pero el odio era más fuerte. Deseaba ver muerto a D. Francisco. Deseaba verle morir. Deseaba verle sufrir. Y más que nada, deseaba que aquellos pensamientos no hubieran tenido nunca que pasar por su mente.
Por fin pareció que Hipólita se quedaba embarazada. Su miedo aumentó aún más. Intentaba no dejarla sola mientras podía. Buscaba excusas para que los días que pudiese se quedara en casa o con su madre, aunque ganase menos jornal. Tenían suficiente a pesar de todo. Se imaginaba a D. Francisco atormentado a Hipólita como lo hizo con Pura y sentía enloquecer. Pero nada salió fuera del mismo Antonio. Siguió sin hablar con nadie. Ni su suegro, ni su mujer. Nadie. No hubiera servido de nada decirles todo lo que ahora sabía. El consejo de su suegro hubiera sido el que él mismo se había dado. Guardar silencio y hacer como si nada hubiera pasado. Los amos son así de malos y caprichosos. Llevaba años convencido de que aquel era el mejor amo que había conocido nunca. Y ahora, de golpe, entendía lo del pésame y su buena suerte en aquel pueblo. De alguna forma incomprensible las palabras de Pura habían hecho mella en aquel bastardo. ¡Favoreciéndole a él quiso enmendar su crimen! Todos los pobres dependían de la voluntad de sus amos, pero a él le había tocado, más que a ningún otro, ser consciente de hasta qué punto era cruel el amo y de hasta qué punto estaría toda su vida bajo el yugo de D. Francisco. Sabía que había disfrutado viendo sufrir a Antonio con sus palabras. Sabía por lo que Antonio estaba pasando ahora y estaba disfrutando con ello. Pero, si quiso redimir su crimen con Pura, ¿Por qué, Dios mío, atormentarme ahora confesándomelo todo sabiendo que yo no puedo perjudicarle de ninguna manera? Antonio sentía que estaba viviendo un infierno en vida. Un amargor que, aunque lo disimulara bien, ni siquiera la satisfacción por el embarazo de Hipólita podía disipar.
Hipólita tuvo un hijo. Le costó pero al final la cosa fue bien. Los dos salían adelante bien. Antonio siguió saliendo a cazar con el amo cuando éste lo mandaba, aguantando sus palabras cuando le daba por lanzarlas contra él y recordarle el episodio con Pura y lo que podría hacerle a él y a su familia cuando quisiera. No sabía qué había hecho para que Dios le castigara así, pero estaba decidido aguantar lo que fuese para salir adelante él y los suyos. Así pasaron varios años más.
Aquella tarde estaba oscura. Hacía algo más de calor que los días de atrás pero las nubes amenazaban tormenta. Aún no habían cobrado ninguna pieza y empezaba a hacerse hora de volver, sin embargo el amo insistía. Buscaba un jabalí que los perros habían olido. Desde lo alto de un cerro cercano, el amo lo divisó, tranquilo entre romeros, en la vaguada siguiente. Hacía allí se dirigieron. Los perros se inquietaron más, señal de que la presa estaba cerca. D. Francisco ordenó soltarlos y tras ellos espoleó su montura hacia donde se suponía estaba la presa. Antonio corrió tras él. Perros, caballo y jinete se perdieron entre los pinares aunque se les oía muy cerca y aún se les divisaba según se movían entre las jaras y los árboles. Oyó un gruñido atronador de jabalí y al amo gritar que le había herido. Le gritó que corriera. Le apremió insultándole. Antonio no se hacía esperar y acudió tan rápido como le permitían sus piernas. Vio al amo a unos metros, junto a su montura. Comprobaba el rastro del animal. Había sangre en la tierra y los arbustos. El amo también le vio a él y le gritó más brusco aún que se apresurara. Mientras Antonio se acercaba, el amo se giró de repente, miró hacía un lado e intentó de nuevo subir al caballo, pero no le dio tiempo. El jabalí lo envistió sin piedad contra el árbol que tenía detrás. El caballo salió desbocado. Antonio, viendo que no le daba tiempo a acudir al sitio, se subió a un árbol lo más rápido que pudo. Desde allí vio el resto de la escena sin poder hacer nada. El amo gritaba mientras movía su cuchillo intentado herir al animal. Lo consiguió varias veces y casi fue peor porque le pareció a Antonio que con cada cuchillada el jabalí arreciaba sus dentelladas y embestidas, cada una con más virulencia que la anterior. El jabalí estaba muy mal herido, sangraba mucho pero aún consiguió salir corriendo para caer unos pasos más allá. No se lo pensó dos veces. Saltó de su escondite y corrió tras él sacando su cuchillo. Se abalanzó sobre el jabalí para rematarlo. El animal opuso resistencia pero Antonio se pudo hacer con él. Ya había rematado otras piezas del amo.
Volvió corriendo a donde estaba el amo. Estaba despierto, lleno de sangre suya y del jabalí. Se esforzaba en presionar contra su vientre la mano diestra. Antonio no sabía qué hacer, estaba inmóvil junto él. D. Francisco le miró con más rabia que de normal y le gritó: “¡Maldito cabrón, ayúdame! Busca al caballo. Le necesitamos para subirme en él y poder llegar a casa. ¡Muévete asqueroso, muévete! ¡Dios, me duele!
Algo pasó en el interior de Antonio. El caballo no estaba lejos. Lo cogió y lo llevó, a paso tranquilo, donde esperaba el amo mientras se desangraba. Debía tener más de una parte de su cuerpo rota. De la mano en el pecho le salía más sangre que antes, aunque intentaba ocultársela a Antonio. Cuando llegó D. Francisco volvió a maldecir y gritar ordenándole que le subiera al caballo. Antonio no se movió. Con las riendas del caballo en la mano, se limitó a sostenerlas para que el caballo no se fuera de nuevo, asustado por las voces de su dueño. El amo, desencajado y comprendiendo lo que estaba pasando, volvió a gritarle pero Antonio siguió sin moverse, tan sólo le miraba.
Llovía la tarde que enterraron a D. Francisco. Al acabar el sepelio, Antonio volvió a sus labores en la cuadra, como era su obligación.
Nota: En la actualidad.
Aparece una noticia en un periódico local: “... las obras de restauración de la iglesia han dejado al descubierto los cimientos de una antigua ermita que se asentó en el mismo lugar. Dentro de lo que parecen los muros de un patio, que dicha ermita habría tenido adosado, se han encontrado restos humanos. Parecen antiguos enterramientos. El mejor conservado es el de una joven mujer, casi adolescente, junto al cual también se han hallado los restos de un esqueleto más pequeño. A la vista de todos los datos, los arqueólogos creen que pudiera tratarse de fallecimientos provocados por un parto malogrado, algo normal en la época en la que se ha datado el yacimiento...”
1er Premio Certámen Literario Miguel Hernández 2005
No eran de por allí, no había nadie conocido junto a él mientras enterraban a su familia. El cura se había ido. El de la pala estaba acabando. Clavó bien hondo la cruz con los nombres a la cabeza de la tumba. Un buen par de golpes con la pala, comprobar su aguante una vez más y listo. Dio media vuelta para irse sin mirarle junto a la tumba, murmurando entre dientes algo parecido a una oración, como si fuera lo último antes de terminar su trabajo. Le pareció bueno en lo suyo.
Se santiguó, se puso la boina y corrió en dirección a la puerta de la ermita, unos metros más allá, buscando refugio y esperando a que escampara. Frente a la ermita apenas había cuatro casas dispuestas formando una pequeña plaza. Dos eran de piedra, toscas y no muy grandes pero bastante mejores que el resto. Por detrás de todas ellas se apenas se contaban con los dedos de una mano unas cuantas casuchas más junto a corrales de adobe o hechos a base de cercas de madera vieja. Lo mejor de aquel sitio; la era para el grano, la mejor de la comarca.
Parado bajo el dintel de la puerta de la ermita, pensó que le hubiera gustado volver a su pueblo, al norte más allá de la sierra. Pero salieron de allí porque no había trabajo y, de momento, aquí abajo sí lo habían conseguido. Era lo más importante. Ahora que estaba solo, le gustara o no, sería más fácil salir adelante. El jornal le daría para comer y para guardar lo suficiente conque aguantar hasta la siembra en la primavera siguiente, sino encontraba donde le contrataran en el invierno.
Seguía lloviendo, no podía quedarse mucho más tiempo allí. El jornal de ese día ya iba a ser pequeño por no haber ido a la cuadra desde primera hora. El capataz le había dado el pésame de parte del amo pero también le había dicho que no podía pagarle sino iba a trabajar. Había tenido la consideración de hablar con el cura para que el entierro fuera a primera hora y que él pudiese llegar pronto sin perder la mañana. Por lo que sabía, parecía un buen amo, mejor que los que había tenido hasta entonces, y él, Antonio García López, a sus veinticuatro años, había tenido unos cuantos.
Había tenido mucha suerte en aquel pueblo. En las cuadras del amo necesitaban varios mozos con la llegada de la primavera. Había más trajín que en invierno. Los cogían de los mismos que iban a la plaza cada mañana para sacar el jornal en los campos de los señores, pero para las cuadras necesitabas andar diestro en manejar las mulas y caballo fino, los herrajes, la limpieza de la cuadra y arreglar aperos, había que saber de fragua. Aunque era forastero, no hacía más que un año que había llegado al pueblo, a Guzmán, uno de los jornaleros más respetados, le había caído en gracia. Hablando en los almuerzos mientras hacían la siega el año anterior, supo que Antonio estaba enseñáo en cosas de fragua y cuadras. Al propio Guzmán no le interesaba aquello porque, aunque pagaban bien, trabajaba por temporadas en otro pueblo vecino como una persona de confianza de un primo del amo, igual de rico que él o más. Por mediación de él, entró Antonio en la cuadra.
Viendo el capataz que no se rezagaba, que los animales estaban bien atendidos y que les sabía manejar, y que no faltaba una sola mañana en la plaza desde que había llegado, le pareció cabal. Por eso le dijo que, para no perder tiempo en ir a la plaza se fuera directo a las cuadras cada mañana, que si lo hacía así y estaba siempre a la hora en punto de la buena mañana, pues que no gritaría más esa temporada en la plaza “¿quién para la cuadra?”. Antonio sabía que había tenido mucha suerte. Forastero, menos de un año en el pueblo y ya tenía trabajo seguro para toda la primavera y el verano.
Para finales del verano anterior fue que le dijo Pura que le parecía que estaba preñada. Lo pasó mal en el tiempo que tardaron desde su pueblo hasta aquí. Tenía 17 años. Era una mujer menuda pero ya hecha. Antonio quería casarse y irse, todo casi a la vez. A ella la conocía de verla por el pueblo desde que era una cría. La vio crecer y trabajar con su madre en casa, ayudando con los hermanos, y en el campo, a lo que salía. Estaba hecha a lo mismo que él. Pero no había salido nunca del pueblo, y por eso creía Antonio que lo había pasado mal mientras estuvieron viajando. Sin embargo, no le costó adaptarse al sitio nuevo. Había más gente allí que estaba igual que ellos, recién llegados, e incluso ya con varios hijos, emigrados para estas tierras porque aquí los jornales decían que eran mejores, te podía contratar algún amo que tuviera negocios en la corte, y por aquí las gentes de Dios eran más ricas, tenían más tierras, las aprovechaban mejor y contrataban a más gente.
Era cierto, la Pura se preñó, si iba todo bien, la criatura nacería para abril del año siguiente, mientras tanto quisieron buscar algún sitio que estuviera un poco mejor. En la casa en la que vivían, compartida con otras familias, les había tocado una sala en la parte de abajo, que era más húmeda, y a nada se colaba el aire por las puertas y por las ventanas. No ganaba uno para calentar aquel cuarto. Pero no había nada mejor que ellos pudieran pagar. Así que Antonio le hizo unos arreglos. Se permitió comprar algo más de paja, que usaban sólo para el jergón, para hacer adobe e intentó cerrar rendijas y enlucir un poco el suelo. Cuando volvían de trabajar, o cuando iban, buscaban donde pudiera crecer esparto y juncos que poder trenzar con los que alfombrar el suelo y que resultara menos frío.
Pura se cansaba cada vez más. Trabajaba tan duro como otra que no estuviera preñada pero sabían que iba a ir pudiendo cada vez menos y que tendría que quedarse en casa. Esos días que cada vez eran más, aprovechaba para hacer remiendos, trenzar esparto, salir al campo a buscar cardos y collejas a las lindes de los caminos, o cualquier cosa que se pudiese coger sin buscarse un problema con los guardas. Todo para compensar el jornal que no estaban ganando con ella en estado.
O fue mucho trabajo, o el frío que seguía entrando en aquella habitación se le metió hasta el vientre –o eso creyó Antonio-. Se aseguraban de estar bien juntos cuando se acostaban y de calentar bien el sitio. Que por poco que pudo reunir la familia de ella, salieron de su pueblo con un ajuar de paños y unas mantas que para muchos era un mundo. Pero si te toca, te toca. No era extraño que muchas mujeres o sus hijos, o ambos, murieran en el parto.
Estaba trabajando cuando le empezaron los dolores, y aguanto hasta que notó que le escurría agua y sangre por las piernas. Avisaron a Antonio y la llevaron a su casa. Las vecinas les ayudaron. Estuvo mucho rato empujando. Pensó Antonio que Pura gritaría, porque de cría era de las más escandalosas, pero apenas si oyó unos gemidos. Le dijeron las mujeres que había echado más sangre de lo normal y que intentaban parársela. El niño salió muy morado. Intentaron que respirara, que al principio era normal que no lo hiciera. Se dieron cuenta enseguida de que había salido muerto. Lo dejaron aparte para ver si cortaban la hemorragia de Pura, sin conseguirlo.
A ella le había gustado que él hablara a su padre. Se lo dijo ya de casados. Ella lo veía serio y fuerte, como tenían que ser los hombres, para trabajar y dar de comer a la familia. Le dijo que había otros más guapos pero que no parecían tan fuertes como él. Antonio pensaba lo mismo de ella, que era una mujer fuerte para trabajar y que había aprendido bien las cosas de casa para cuidar bien de su marido.
Él ya sabía lo que era estar con mujeres, no se casaba por eso. Pura aprendió de él lo que era estar con un hombre, como tenía que ser, aunque hubiera oído cosas era él quien tenía que enseñarle. Sangró mucho la primera vez. Se asustó un poco pero ella, mostrándose fuerte, le dijo que era normal, que se lo había dicho su madre.
Se sintió muy solo cuando le dijeron que había muerto. Se sentía mal por la criatura, que había sido un hijo, pero más por Pura: “Que Dios me perdone pero me duele más por ella”. Nunca había estado tanto tiempo tan cerca de la misma persona.
Pura cumplió los 18 años dos meses antes de morir.
Ya no llovería por mucho tiempo. Hacía ya bastante calor, aún tenía que apretar más el Sol. Principios de julio. Hacía casi tres meses que Antonio era viudo. La seguía echando de menos. Pensaba en Pura y en el niño a menudo pero no hablaba de ello. Debía ser fuerte, ella lo quería porque era fuerte.
Guzmán le habló una vez de ello, que ellos ya habían dejado de padecer, que estaban ahora mejor de lo que estábamos nosotros. Antonio agradeció aquello pero, de común, él no tenía mucho tiempo para detenerse en distracciones ni relajarse como los amos en aquellos pensamientos. Debía atender a su obligación en primer y último lugar. Si ganaba lo suficiente y agradaba al capataz tal vez podría establecerse aquí.
El amo del pueblo tenía mano en la corte. La gente decía que no era tan rico como su primo pero iba camino de serlo algún día. Al amo de aquí lo conocían como D. Francisco Castellar Y Blanca, Marqués De Hanzo. Su primo era Duque. Según contaban, sus palabras, en más de una ocasión, habían aconsejado a reyes.
Eso a Antonio le traía sin cuidado. Él cuidaba de los caballos de D. Francisco. Si tenía suerte el año siguiente se le encargaría la misma labor. El jornal era mejor que el que daban por la siega. Se ganaba más y no se doblaban tanto los riñones.
Llegaba a las cuadras antes que amaneciera y se iba cuando ya no se veía. Se tenía que llevar el almuerzo, como cuando iba al campo. A Ubaldo, el viejo mozo de las cuadras, no le hacía falta. Llevaba ya muchos años haciendo lo mismo, conocía al amo desde que éste nació y se le tenía cierta ley, así que, cuando llegaba la hora del almuerzo, pasaba por atrás a las cocinas y de allí le sacaban el almuerzo afuera. Se lo tomaba sentao en el portalón, como un señor que anduviera de cacería.
No había visto nunca al amo, y tampoco tenía interés en ello, aunque sabía que acabaría conociéndole si seguía en las cuadras. El pésame que le dio el capataz cuando murió Pura fue lo más cerca que se pudo sentir de gente así. Había conocido otros, sí, y por eso precisamente no tenía ningún interés en conocer a éste. Pero luego, pasados los días desde el entierro de Pura, pensó que no tenía que ser mal amo si había mandado recado de esas maneras. Nunca ningún amo hizo algo parecido por él. Aunque tal vez hubiera sido el propio capataz del que hubiera salido la acción, pero, dándoles vueltas no le encajaba. El capataz era un hombre muy rudo, bueno para lo suyo, pero no se andaba con delicadezas como ésa con nadie, ni tenía por qué ni lo hacía. No, esas cosas sólo las hacían los amos, que habían nacido en colchones de pluma y estaban hechos a finuras. A la gente como el capataz y como el propio Antonio no les podían salir, ellos tenían que estar a trabajar que era lo suyo. Unos a mandar y a ser “buenos” si les daba la gana serlo, que para eso mandaban, y otro a obedecer. A Antonio le tocaba obedecer y trabajar. No se lamentaba de ello. Las cosas eran así, no había que darle vueltas.
También caviló si hubiera podido ser alguien de la casa del amo que estuviera por encima del capataz, alguien del servicio de la casa, que esa gente debía siempre que ser de otra clase que los que trabajaban el campo. Tal vez el jefe de los criados de la casa, el mayordomo, como había oído que se le llamaba. Seguía sin encajarle. Guzmán le había contado que el amo, a pesar de visitar la corte, pasaba tiempo en sus tierras y controlaba todo lo suyo con mano dura y en persona. Apenas dejaba los asuntos en manos de administradores, como hacían muchos de los amos que iban a la corte. D. Francisco, según decía Guzmán entre carcajadas “No aguantaría todo el año en la corte, ése no cambia esto por el empedrado.”.
Daba igual darle más vueltas a la cabeza. Lo cierto es que, desde que el capataz le dio el recado de D. Francisco, Antonio estuvo convencido que era el mejor que él hubiera conocido.
Llegó el frío de nuevo. Volvió cada mañana a la plaza. Consiguió un buen par de trabajos que muchos hubieran querido. Se había corrido la voz de su maña en las cuadras del amo, así que el cura lo cogió para hacer unos arreglos en las cochiqueras. Tenía dos gorrinos. Más tarde también se encargaría de matarlos y arreglarlos para el religioso. Era un hombre redondo, no muy gordo pero sí con redondeces. En los hábitos se le ajustaba la tripa y la papada le asomaba sin disimulos. Ya hubiera querido Antonio un poco de esa gordura para él, o mejor, un poco de lo que comía el clérigo para llenar sus ropas de esa manera. De todas formas, Antonio se recordaba una y otra vez que, a pesar de su viudedad la vida no se estaba portando mal con él en aquel pueblo. Si las cosas le seguían yendo así de bien, tal vez pensaría en casarse de nuevo.
Una de las vecinas de la casa, en la que seguía viviendo tras la muerte de Pura, se encargaba, a cambio de unas perricas, de lavarle la ropa de vez en cuando y de entrar a airearle el cuarto. Él sabía apañarse con los guisos y la guarda de la comida a salvo de los ratones y insectos.
Pero necesitaba una mujer. Las mujeres salían a ganarse también el jornal al campo y, si no lo hacían, estaban en casa guardando lo que traía el hombre y apañándolo de la mejor manera para estirar cuanto más los jornales. Se pasaba menos frío con una mujer al lado y no se daban tantas vueltas a la cabeza. Pensar ya en casarse, cuando no hacía aún un año que había muerto Pura, no le hacía sentir orgulloso de sí mismo, pero sabía que Pura hubiera pensado igual de estar en su lugar. En el caso de una mujer era aún más importante encontrar un hombre cuando se quedaba sola, y era mucho más difícil si ya no eras moza. Si tenías hijos no era extraño morirse de hambre o tener que repartirlos como bien pudieras, a servir, de pastores... lo que fuera...
En el pueblo había mozas casaderas pero, aunque pensaba ya en casarse si el siguiente verano le era tan propicio como el último, no se había fijado en ninguna. Lo que no pudo apartar de su cabeza cuando se vio con unos cuartos de más, fue en darse un lujazo e ir a ver a la Paca. No la llamaban así en voz alta, pero la Paca era la puta del pueblo. Y no todos los pueblos tenían ese lujo. Se había quedado viuda siendo ya moza vieja, con 24 años -la misma a la que lo hiciera Antonio- pero de eso habían pasado ya diez. El hambre apretó, no pudo colocar a todos los hijos, que eran seis cuando quedaron solos, sin padre que les alimentara, y los jornales que decentemente se podían ganar no llegaban. Así que empezó a rumorearse que se había visto figuras cubiertas con capa unas, y manta otras, salir de la casucha de la Paca a deshora. Y no eran figuras con sayas, que llevaban todas calzón. Eso era lo que se decía, Antonio nunca lo había visto, sólo sabía que aquel pueblo tenía puta, señal de que el dinero no faltaba. Él ya lo había hecho antes pagando, siendo más joven. Lo había hecho pagando y sin pagar. Con dinero de por medio muy pocas veces, una o dos, una puta era algo muy caro para la gente como él. Sin pagar algunas más. Con mujeres, meretrices o no, a las que les había gustado. Alguna vez notó que lo miraban y se reían, y luego, cuando estaba solo, cuidando que nos las vieran, se acercaban a él en un rincón. Siempre rápido. Nunca se le ocurrió poner problemas cuando se le acercó así alguna mujer, esas cosas no pasaban a menudo, no había que desperdiciarlo porque había aprendido que estar con una mujer era lo mejor de la vida. Lo que sentía el cuerpo estando dentro de la mujer no se sentía con nada más. Sabía que también se hacía con animales pero él ni se lo había planteado. Su vida en eso, por lo poco que sabía, y otro tanto que se imaginaba, era igual a la de los demás hombres.
Después de casarse no se le acercó ninguna mujer más así. Hubo alguna que le miró como cuando luego se le acercaban, pero no llegaban a más. Antonio creía que era porque Pura siempre andaba cerca y las otras sabían quién era ella. Las mujeres son como los perros de los pastores en eso, cuidan de que nadie se acerque a lo suyo. No le importaba mucho porque el ya tenía mujer con la que estar, ya podía sentir todo aquello que sentía cuando estaba dentro una de ellas siempre que quisiera. Si hubiera querido estar con otras hubiera podido. Aunque no estaba bien visto, tampoco era un crimen. A Pura no se le iba a ocurrir estar con otro, eso sí estaba mal. La mujer casada sólo puede estar con su hombre. Pero también las había que se amancebaban con otros distintos a sus maridos y aunque, hablaban muy mal de ellas, y sabían que el marido las podía hasta matar sin que nadie se opusiera, había veces en las que no les pasaba nada.
El tiempo de matrimonio con Pura fue tan poco que, si estaba destinado a cansarse de ella y ponerle los cuernos con otras, no tuvo tiempo de saberlo y sí de llorarla y echarla de menos en sus adentros.
Al final Antonio decidió que era mejor no ir a ver a la Paca y guardar ese dinero para cuando le hiciera falta. Se aguantaría las ganas que empezaba a tener. Tal vez lo volviera a mirar alguna mujer.
El tiempo le premió la paciencia y la buena cabeza, debió pensar Antonio mientras se movía adelante y atrás contra aquel muro, por detrás de las cuadras. Ella no tardó en abrir sus pantalones. Lo cogió para sí y sin pronunciar palabra empezó a desabrochárselos. Él ya sabía lo que había que hacer. Le subió las enaguas. Con las piernas abiertas se montó en sus caderas y las movió hasta que le notó dentro. Luego los movimientos y las respiraciones. Antonio quería disfrutar mucho y muy bien de aquello. No sabía cuándo podría hacerlo de nuevo o si ella querría volver a hacerlo con él. Pareció gustarle como se lo tomaba él. Cuanto más fuerte empujaba él más parecía gustarle. Se dejó caer hacia un lado del muro haciendo que Antonio cayese sobre ella. Pareció que le adivinaba el movimiento porque él se emocionó aún más y siguió, ya en el suelo, con más energía. La mujer se llevó una mano a la boca tapándosela mientras a Antonio le parecía que le pedía que no parase. Él no pensaba parar hasta satisfacerse del todo.
El rato con la criada le gustó mucho a Antonio. Luego, durante algún tiempo, ambos volvieron a ignorarse como antes, aunque él estaba deseando que ella le buscara de nuevo. No era guapa, pero tenía una cara amable. Tenía unos pechos grandes y un culo duro, y eso le había excitado mucho. Pura, su mujer, aunque estaba bien formada tenía los pechos más pequeños y el trasero no tan redondo como el de la sirvienta.
No pensaba en la criada para casarse con ella, sólo pensaba en el placer cuando la poseyó. Para casarse necesitaba otra cosa. Si la criada hubiera estado nada más que con él, tal vez se lo hubiera pensado, pero no creía que eso fuera posible. Las mujeres que buscaban así a los hombres no estaban sólo con uno.
La criada volvió a buscarle más veces, siempre igual.
El cura y el herrero del pueblo al los que les había hecho algunos trabajos en invierno hablaron bien de él, y con la primavera, el capataz del amo volvió a llamarle en la plaza algunos días y ofrecerle de nuevo lo que el verano anterior, esta vez como si hablara con alguien del pueblo. Ya no era un forastero. Luego vinieron los encuentros con Dolores, la criada. Antonio no se creía la suerte que estaba teniendo.
Decidió hablar con Guzmán de sus ideas sobre volver a casarse. Y éste le dijo que le parecía muy sensato, de hombre cabal. Le preguntó si había pensado en alguna y a Antonio le pareció que le preguntaba como poniéndolo a prueba, supo entonces que sus juegos con Dolores no eran tan secretos como podía pensarse. Contestó que quería una mujer tan buena como Pura por lo menos pero, que si ya no se sentía extraño en el pueblo para pedir trabajo, sí creía que lo era para juzgar qué moza y entera, podría ser buena para ser su mujer, añadiendo, para no ofender a nadie, que, sin despreciar a su esposa, estaba seguro de que en el pueblo había muy buenas mujeres. Guzmán intentó esconderle el brillo de sus ojos y su tenue sonrisa al oír de boca de Antonio “moza y entera”. Hubiera perdido el favor del mandamás entre los jornaleros si hubiera dado muestras de querer hacer “decente” a Dolores. Le dio pena por ella, pero lo juzgó una de las muchas reglas que había que seguir sin más. Guzmán dijo, muy templado y casi indiferente, que preguntaría, pero le pidió que se fuera fijando él también.
No tardó mucho Guzmán en volver sobre lo del casorio. Antonio se afirmó en sus intenciones pero seguía sin. Hizo ver de nuevo sus temores porque, no conociendo todavía mucho a los vecinos, se fuera a ofender el padre, o familiares, de la moza que él pudiera siquiera nombrar como de su agrado. Iba por buen camino porque Guzmán volvió a mostrar, con en la vez anterior, su agrado con sus gestos. Lo que le propuso el veterano jornalero le dejó de una pieza. Guzmán comenzó alabando su buena disposición en el trabajo, que en tan pocos años –apenas hacía tres que andaba por allí- se había ganado buena fama en el pueblo, y que, por lo que él sabía, las suyas, su buen hacer en las cuadras y con la gente rica del pueblo, eran condiciones que le iba a seguir asegurando el pan. Confesó no querer andarse con más rodeos así que, tras haberlo meditado bien, y sabiendo que Antonio era por entonces uno de los mejores, sino el mejor partido para una buena moza, había decidido que porqué le iba a proponer a mujeres de otras familias teniendo, como él tenía, dos hijas en edad de casar.
Antonio entre sorprendido y halagado, emociones ambas siempre contenidas, como a los hombres corresponde, agradeció tan enorme deferencia. Hasta ese momento sabía que Guzmán le tenía en aprecio, pero hasta entonces no supo en cuánto. Antonio sabía que una boda así le aseguraría la vida en el pueblo. Yerno de Guzmán no era ser poco.
Se había fijado en las hijas de su protector, fueron de las primeras en las que se fijó pero desechó pronto la idea porque ni se le ocurrió que Guzmán quisiera consentir en una boda de su sangre con un forastero. Se equivocó de pleno, por fortuna para él.
Por supuesto, la elegida por el jornalero era la más mayor de las dos, Hipólita, de dieciséis años. Una muchacha más guapa de lo que había sido Pura. Es más, a Antonio le parecía una de las mujeres más bonitas que había conocido. No tenía las curvas, pechos y caderas de Dolores, pero es que Dolores era muy mujer y además, también era más mayor. Hipólita era guapa, pálida de piel porque no salía tanto al campo como otras mujeres y, cuando lo hacía, iba bien cubierta. Su familia se podía permitir que las hijas estuvieran más a las labores de casa. La idea del padre era colocar a alguna a servir como había hecho con la hija mayor en su día. Sí, era muy guapa para lo que Antonio estaba acostumbrado. Pero había algo que le intimidaba un poco. Hipólita siempre era más fría y distante que las otras. Sonreía y hablaba como las demás pero a él le parecía que estuviera más lejos. Por esa especie de distancia y frialdad, además de por ser hija de quien era, a Antonio apenas si se le pasó por la cabeza que pudiera desposarla. Había en el pueblo más de uno interesado en las hijas de Guzmán y la suerte eligió a un forastero viudo de casi 27 años. La diferencia de edad era la idónea. Un hombre adulto, ya formado y curtido, y con buenas miras para el futuro, pues de eso, en buena parte, se había encargado el suegro.
Antonio e Hipólita se casaron a finales de mayo, en la ermita, a pocos metros de donde descansaba Pura, a los dos años y un mes de su muerte. El suegro se encargó se santiguó ante la tumba antes de entrar a la iglesia. Fue un detalle que Antonio no pasó por alto y agradeció para sus adentros. Una mirada entre ambos bastó.
Casado con Hipólita ya no podía seguir viviendo en aquella habitación. A pesar de ser hija de jornalero, era de otra clase, distinta a la de Pura. Ella estaba acostumbrada a más comodidad. Antonio iba a recibir un pequeña dote, además del un muy buen ajuar –incluso había un juego de sábanas de hilo bordado por unas monjas-, así que se mudó a una pequeña casa de adobe, con dos cuartos y un pequeño corral en la parte trasera. Un lujo con el que nunca soñó pero que ahora se podía permitir gracias a su trabajo y a la influencia de su suegro. Le hizo unos pequeños arreglos y trenzó esparto para los suelos. En una de las salas, la de la chimenea, el suelo era de piedra y no de tierra apisonada. Con una de las mejores telas que le quedaban del ajuar de Pura, hizo una tosca cortina a modo de puerta entre las dos salas. Ambas tenían ventana. La que hacía las veces de dormitorio tenía un pequeño ventanuco que daba al corral. La otra tenía una ventana más grande que daba a la calle por la que se entraba. Pagó a la vecina de la antigua casa para que limpiase la nueva.
Él estaba hecho a dormir en el suelo pero le parecía que Hipólita no. Se las apañó para hacer un armazón de madera sobre el que poner el jergón y que no descansase cobre el suelo, una especie de cajón en el que ponerlo. Lo que tampoco esperaba era que, en el ajuar, se incluyera un jergón de tela, perfectamente cosido por su suegra, ¡relleno de lana!. Hipólita lo descosería cada cierto tiempo para lavar la lana y volver a rellenarlo. Antonio no estaba acostumbrado a todas estas comodidades y se extrañó de sí mismo por la naturalidad con la que lo tomaba todo. Al fin y al cabo lo había pasado muy mal el primer año. Había perdido mujer e hijo al poco de llegar y no se había quejado sino que había trabajado con ahínco, aprovechando todo lo que se le ofrecía sin rechistar.
Ya no podría estar con Dolores. El riesgo era demasiado alto, no por su mujer, sino por su suegro. Antonio no estaba interesado en asumir riesgos como ése. Dolores había sido algo muy bueno, que le vino muy bien por el tiempo que hacía que no estaba con una mujer. Pero ahora volvía a tener esposa, tenía quien le atendiera, le calentara, y le proporcionara el placer que el cuerpo necesita.
Al principio tuvo miedo de que, cuando se corrió la voz su boda, Dolores fuera a buscarle igual que antes, o que le pidiera cuentas enfadada. Pero no fue así. Dolores lo ignoró como siempre hacía estando en público, y no volvió a buscarle cuando estaba solo. Desde luego la admiró por ello. Sabía medir las distancias, y como todos en el pueblo, sabía la distancia que debía guardar con Guzmán. Luego le dio a Antonio por pensar que Dolores se hubiera preñado. Pero no ocurrió nada. Recordó que, en uno de sus encuentros, le preguntó cómo lo hacía para no quedarse preñada si dejaba que él estuviera dentro hasta el final. Ella sólo se rió de él y le dijo que era cuenta suya. Con la emoción del momento, no se detuvo en preguntarle más. Pensó que igual era una de esas mujeres que estaban secas por dentro y por eso le dijo que no se preocupara.
No creyó que, como a Pura, la fuera a echar de menos también a ella. Hipólita no resultó ni mucho menos como Dolores, ni aún tan dispuesta como Pura. Su primera mujer, aunque virgen, estaba bien aleccionada en que debía aprender de su marido y complacerle, e incluso pareció entender que si lo que hacía le gustaba a ella conseguiría tener más contento a su marido. Pero con Hipólita no pasó lo mismo. La primera vez sangró también. Antonio volvió a preocuparse, como hiciera con Pura, de haberla hecho mucho daño. Por una parte estaba emocionado, le excitaba la idea de desflorar a una mujer tan guapa como ella, pero por otra no quería asustarla porque parecía muy frágil. Cuando lo hizo con Pura la primera vez, fue ella quien, sangrando, le tranquilizaba. Aunque físicamente era más grande y robusta, Antonio supo aquella noche que su primera mujer había sido más fuerte de lo que jamás sería Hipólita. No era ninguna desgracia, sólo estaba criada de otra manera. Al fin y al cabo el hombre era él y cuando aceptó casarse con la hija de Guzmán sabía que no se casaba con una jornalera hecha al campo hasta para dormir al raso si hacía falta.
Era evidente que su esposa lo pasaba mal cada vez que la reclamaba entre las sábanas, aunque nunca se negaba y se mostraba sumisa. Tal vez fuera por la edad, aunque no era mucho más joven que Pura cuando se casaron, o tal vez por miedo a quedarse pronto en estado, la cuestión es que prefirió esperar y aguantarse las ganas de yacer con una mujer tan bella. Pensó que, pasado un tiempo, asumiría mejor sus deberes y, si notaba que él la tenía en cuenta, se mostraría más dispuesta. Podría haberla tomado desde un principio como le diera la gana, incluso por la fuerza, ni siquiera Guzmán hubiera podido censurarle, pero no le gustaba nada la idea de pensar en Pura o en Dolores, en echarlas de menos cuando había llegado a poseer una pieza tan delicada y bella como lo era su joven esposa.
Hipólita supo entender las acciones de su marido y se empezó a mostrar menos distante. Antonio aumentó un tanto sus requerimientos íntimos, con miedo al principio. Ella pareció reaccionar bien, de manera más cálida, era evidente, pero sin llegar al disfrute que experimentaba Pura. Había que asumir que a Hipólita, a pesar de toda su belleza, nunca le agradarían sus deberes carnales tanto como a su marido. Antonio lo aceptó como aceptaba tantas otras cosas, y dejó de preocuparse.
Hasta que llegó a ese punto con su mujer pasó casi otro año y, en consecuencia, no se le hinchó el vientre tan deprisa como pasara con su primera esposa. Además, ella tampoco sangraba cada mes como era lo normal en las otras mujeres. Hipólita se lo dijo creyendo temiendo posibles enfados de su marido. Él ya sabía, por su otro matrimonio, que eso les podía pasar a las mujeres y que igual se podían quedar embarazadas. Se quedó más tranquila al ver la experiencia de su marido. Un día le dijo, mientras cosía unas labores y él acababa de cenar, que Dios la había mirado bien porque le había dado un padre con muy buen juicio para casarla con él. Antonio asintió y dijo que, en efecto, su suegro era muy bien hombre. Cuando Hipólita se giró, aprovechando que no le miraba, le dijo: “Dios nos ha mirado bien a los dos”.
Aunque en la cama no era lo que él se había imaginado por su belleza, Hipólita resultó una buena esposa en otros quehaceres, la llevanza de la casa, la costura, los guisos, mantener calientes y limpias las habitaciones. En el campo tampoco se apañaba mal. Pero, si a Antonio se le iba la cabeza pensando en Pura, en la comparación siempre ganaba ésta. Se reprochaba a sí mismo compararlas pero luego pensaba era ese aire de frialdad y lejanía, que se le hacía que Hipólita seguía manteniendo, lo que le hacía distraerse así. Fría o no, distante o no, Hipólita era su mujer y cumplía con sus obligaciones como tal. No le pedía más.
Él por su parte hacía lo propio. Cumplir como el marido que se esperaba que fuese, más su suegro que su mujer. Antonio tenía esto bien presente. Hacerlo no le suponía el menor esfuerzo. Sabía que estaba en muy buen camino y no iba a estropearlo. Seguiría esforzándose como hasta entonces.
Que Hipólita se quedara o no embarazada era algo que apenas le preocupaba. Ella era joven, había muchos años para que los hijos vinieran y, mientras tanto, les daría tiempo a ahorrar más que a otras familias. El tener que llevarse algo a la boca cada día había dejado de ser un problema hacía tiempo, e iba a seguir siendo así. Entre tanto, su trabajo en las cuadras del amo estaba algo más asentado después de cinco temporadas. Se había permitido el lujo de pensar en su futuro allí. El viejo mozo de cuadra, Ubaldo, que no era sino su jefe más inmediato, era ya mayor, de la edad de su suegro y, que él supiera, no había por los alrededores nadie más capaz que él para sustituirle cuando hiciese falta.
Además del trabajo en sí, tenía la ventaja de poder ver a los amos, si no a diario, a menudo, para lo que mostraban ante el resto de la gente del pueblo. Ni siquiera el propio Guzmán tenía tanto acceso al amo como él. Cierto que D. Francisco era muy parco en palabras cuando entraba en las cuadras, que no era a diario porque estaba dispuesto que, las más de las veces, se le tuviera preparada la montura, o el carruaje, en la puerta de la casa grande. Ordenaba y disponía con tono seco y cortante sin mirar jamás directamente a nadie que no fueran los criados principales de la casa. El resto era como si no existiera. Hacía lo que todos los amos.
Antonio estaba en el resto que no existía, excepto cuando su Pura murió, cuando el amo mandó recado de pésame. Se imaginaba que en desgracias como aquella, el amo haría igual con toda su gente. Aunque así fuera se sentía igual de agradecido. Había conocido a otros amos y éste era el único que se portara así con los suyos.
Una noche, al regresar a la casa, se cruzó con su suegro. Anduvieron un trecho del camino juntos, hablando de sus cosas, del trabajo, de sus mujeres. Antonio le comentó que aquella mañana, sin avisar, según su costumbre, se presentó el amo en la cuadra. Quería preparar él mismo un caballo que acababa de traer en su último viaje. Cuando hubo terminado vio que Guzmán parecía reflexionar sobre si hablar en aquel momento o no. Por fin, le dijo que, aunque de común le ignorara como a los demás, tuviera bien presente que el amo lo había distinguido a él como no se recordaba con otro en el pueblo. Antonio se quedó mirándole un segundo. Le respondió asintiendo y mostrándose agradecido pero añadió que entendía que el darle trabajo en la cuadra había sido, ante todo, favor hecho por su propio suegro que, sin apenas conocerle –“habló usted bien de mí, sabiendo sólo que trabajaba duro y entendía de fragua y animales”-. Guzmán reconoció su acto y, por un instante, no pudo ocultar su orgullo al haber acertado como lo hizo pero, un tanto sorprendido, le dijo a Antonio que no se refería a su labor en la cuadra, sino a que el amo mandase recado de pésame con el capataz cuando enviudó de Pura. Confesó que, aunque ya se había fijado en su modo de trabajar y conducirse, fue esta deferencia del amo lo que hizo seguir hablando en su favor al capataz, para el puesto en las cuadras, los años siguientes. ¿Cosas así?, ¿En ocasiones como aquélla?, pensó. ¿No se había conducido igual D. Francisco con vecinos del pueblo, que llevaban allí toda la vida? Fue la pregunta que salió de labios de Antonio. A lo que el suegro le contestó que no lo había hecho nunca hasta entonces, y menos con un forastero, como fuese Antonio cinco años antes. Ambos caminaron un rato en silencio. Así llegaron hasta la casa de Guzmán, unos metros más adelante. Antes de despedirse de él, Antonio esbozó una de sus escasísimas y leves sonrisas mientras le miraba a los ojos y le decía que pensaba que debía dar gracias a Dios por haber encaminado sus pasos a aquel pueblo, a pesar de la muerte de su santa primera esposa y de su hijo. Guzmán esbozó otra tenue sonrisa, le puso la mano en el hombro asintiendo y se despidió de él mientras desaparecía tras la puerta.
Intentó dejar zanjada así la cuestión. Lo último que quería es que Guzmán se hiciera preguntas sobre aquello, que se preguntara por qué el amo, consejero de reyes, había distinguido así a un forastero, un simple jornalero que no tenía donde caerse muerto, que se preguntara por qué no había sabido Antonio hasta entonces que aquel pésame había sido un trato de favor como ninguno hasta esa fecha. Le entró miedo. Tuvo miedo a la pregunta que no dejaba de martillearle: ¿Por qué? Un mandado no debía pensar en porqués.
Estuvo días dándole vueltas a lo mismo. No permitió que nadie notara lo que rondaba por la cabeza. Por supuesto no iba a preguntar más a Guzmán, ni a él ni a nadie. Si algo tenía claro es que no volvería a hablar con nadie de aquello, nunca. Y lo cumplió, pero estuvo mucho tiempo cavilando sobre lo mismo. El día que el trabajo, ya duro de por sí, se volvía más fatigoso que de costumbre, lo agradecía en su fuero interno, sabiendo que el cansancio le haría olvidarse, por lo menos ese día, de lo que ya se alargaba meses rondándole por la cabeza. Pero el tiempo lo puede todo. Hacía bien confiando en él. Su vida iba muy bien, se prometían años de sustento asegurado con una buena esposa al lado, y el mejor consejero y aliado que alguien como él podía soñar, pues en eso se había convertido su suegro. Poco a poco se fue olvidando de la conversación de aquella noche, ya no quería saber por qué el amo fue tan amable con él en el fallecimiento de su mujer.
Pasaron otros dos años. Antonio ya era un hombre maduro con treinta años. Su mujer ya tenía diecinueve. Los problemas de Hipólita para concebir era ya por entonces un hecho. Su cuerpo pareció regularse y sangraba cada mes, como las otras. A partir de ahí no tardó en quedarse en estado. Pero entonces pareció que se le iban las fuerzas. Aunque ella seguía igual de dispuesta para las tareas, incluso las más duras, se notaba que no podía como las otras cuando habían estado con el vientre lleno. En esos dos años tuvo dos abortos. Antonio estaba preocupado por la salud de su esposa, no tanto por no tener descendencia, porque sabía que antes o después vendrían los hijos, sino porque después de cada aborto debía recuperar fuerzas, algo en lo que, acorde con su naturaleza, más frágil que de común, también le invertía más tiempo. Antonio temía que pasar por lo mismo demasiadas veces la debilitara en exceso. A pesar de que no era fuerte, ya le había tomado cariño y costumbre, y no quería volver a quedarse viudo. Lo de los abortos tampoco era extraño, abortaban muchas mujeres de mejor naturaleza que su esposa. Las jóvenes abortaban mucho más que cuando pasaban por lo menos la veintena de edad la primera vez que se quedaban preñadas. Los hijos vendrían, de eso estaba seguro, y así se lo dijo a Guzmán, un día que hablaron de ello. Su suegro, como buen padre, parecía preocupado por su hija y, como buen hombre, pareció disculparse con Antonio por la debilidad física de Hipólita. Antonio, para tranquilizarlo, le dijo que él estaba satisfecho con la esposa. Era cierto.
Una tarde se presentó de improviso, como hacía siempre, el amo en la cuadra. Ordenó le preparasen un caballo distinto al habitual. Mientras cumplían con lo mandado, D. Francisco, para sorpresa de Antonio y Ubaldo, se dirigió al primero mirándole directamente a los ojos con una altivez propia de un amo, pero con un desprecio en sus palabras como nunca había oído antes Antonio, al mismo tiempo que le cogía del pecho bruscamente, atrayéndole hacia sí y, apoyándole de un golpe contra el muro de la cuadra, dijo: “Incluyéndome a mí, eres el hombre con más suerte y fortuna de toda la comarca, espero que des gracias al cielo a diario por todo lo que tienes”. Con la misma brusquedad lo soltó. Antonio, sin saber qué hacer, permaneció con la cabeza gacha. Como si no hubiera pasado nada, siguió con la preparación del caballo. El amo y Ubaldo hacen lo mismo. Antonio notaba que le quema la cara, le dolía la espalda y el pecho, por la violencia del trato recibido, notaba los golpes de sus palpitaciones en la cabeza como si se la estuvieran martilleando, pero seguía a lo suyo como si nada. Estaba sosteniendo ya la cabalgadura para que el jinete montase. D. Francisco se disponía a salir. En la cabeza de Antonio una voz gritaba ¡que se vaya! ¡que se vaya! Pero no, todavía un sobresalto más. A punto de arrear al caballo, el amo encajó, de nuevo violentamente, una de sus botas en el hombro de Antonio y le espetó, mirándole otra vez a la cara con más rabia si cabe, pero esta vez en voz más baja: “Depende de mí que siga tu buena suerte. Yo soy tu Dios... ” y se marchó.
En la cuadra quedaron los dos, el viejo y experto mozo de cuadra, y el propio Antonio. Durante varios segundos siguieron inmóviles ante la última reacción de D. Francisco. Por fin fue el viejo quien habló, preguntándole a Antonio, un tanto nervioso pero también enfadado qué había hecho para que el amo se pusiera así con él. A él le daba igual lo que el amo quisiera hacer o no con Antonio, pero que si le preguntaban no diría nada a favor de él. Añadió que no iba a verse perjudicado por Antonio, después de todos los años que llevaba trabajando allí: “Conozco a D. Francisco desde que nació y nunca le había visto así. Tú verás pa’dónde tiras pero a mí no me llevas por delante” En los años que Antonio llevaba con él, nunca había oído a Ubaldo tantas palabras seguidas. Antonio sólo le pudo contestar: “No lo sé, sólo cumplo con mi trabajo, no sé en qué he podido faltar al amo. Sólo cumplo con lo que se me manda” Da igual, pensó Antonio, el amo tiene derecho a todo.
Pasó el tiempo desde el episodio en la cuadra. A Antonio tardó en írsele el miedo del cuerpo. El viejo mozo, tras lo ocurrido, se mostró desconfiado y de mal humor por todo, pero también volvió a su trato habitual para con él, aunque le costó lo suyo. No habló con nadie de lo sucedido. Dudaba de si Ubaldo había decidido hacer lo mismo. Sabía que también a él le perjudicaría que aquello se supiera. De un modo u otro no le quedaba otra que confiar en el buen juicio del aquel sirviente.
Aunque el temor del primer momento pasó, por mucho que rezara y lo deseara, su cabeza no dejaba de cavilar con lo mismo: primero la conversación con Guzmán aquella noche, y luego las palabras y la violencia de D. Francisco. No le impresionó ni le amedrentó que aquel señor lo tratara mal. De los amos no se podía esperar otra cosa, no había porqué esperar otra cosa. Lo que le metió el miedo en el cuerpo es que pareció que el amo... tuviera envidia de él. Era absurdo, una locura pensar aquello pero así era. Le había parecido que el amo tenía envidia de él por algo que ni el propio Antonio sabía, y por eso lo había tratado así. El amo le quiso dejar claro quien mandaba. ¿Por qué a un señor como aquel le hacía falta dejar claro su dominio frente al más insignificante de sus sirvientes? ¿No estaba claro desde que el mundo era el mundo?, pensaba Antonio. ¿Por qué un señor como aquel empleó tanta contundencia en sus formas de imponerse frente a un sirviente como él, que se había mostrado obediente, sumiso y dispuesto a obedecer hasta donde fuera preciso? Le era imposible dejar de dar vueltas a todo aquello.
Una tarde el mozo le increpó con malos modos desde la entrada de la cuadra. Era la hora en la que el viejo volvía de comer en las cocinas. Le dijo que le habían ordenado que al día siguiente Antonio saliera de caza con D. Francisco. Le preguntó si había ido de caza antes. Antonio respondió que sí pero no con un amo como D. Francisco. Ubaldo le hizo preguntas más concretas de las artes de la caza para saber qué debía de enseñarle. A Antonio, como siempre, ni se le ocurrió preguntar lo que a los dos les rondaba la cabeza: ¿Por qué no acompañaba Ubaldo al señor, como había hecho más veces, en lugar de ir Antonio? Aunque mayor, Ubaldo soportaba perfectamente las fatigas un día de caza. Empezaban a ser demasiadas preguntas para el pobre Antonio.
A la mañana siguiente, antes de amanecer, estaba en la puerta de atrás de las cocinas, tal y como se le había mandado, listo para la jornada y rezando para que D. Francisco no le tratase como la última vez. Los moretones de su encuentro habían tardado en irse. Ni siquiera Hipólita los vio, ya se guardó él muy mucho de que así fuera. Las preguntas, sin embargo, lejos de desaparecer, cada vez eran más.
La escena de la cuadra no se repitió. Le ordenó y ignoró, en lo que era el comportamiento normal de un señor y su criado. Los gritos normales y la fusta amenazante, pero nada más. A su pesar, las salidas a cazar en los meses siguientes se vinieron a sumar a las tareas de Antonio. A veces iban los dos, a Ubaldo y él, pero, casi siempre era Antonio el elegido para preparar la montura, las armas, buscar la pieza caída, llevar a los perros... Antonio aguardaba temeroso caja jornada con el amo, sin embargo para sus familiares resultaba una gran satisfacción. Tuvo que decírselo a su familia, mejor eso que se enteraran por los chismes de las cocineras de la casa grande. En el pueblo no tardó en ser la comidilla aunque para bien. Más de uno se hubiera querido ver en el puesto de Antonio que ahora pasaba días enteros junto a D. Francisco. De paso Guzmán reforzaba el prestigio que ya tenía. Sólo alguien de tan buen juicio como él habría visto las ventajas de casar a una de sus hijas con un forastero como aquel. Ya nadie dudaba de su buen porvenir. Nadie excepto el propio Antonio. En otras circunstancias hubiera sido motivo de una gran dicha pero, para Antonio, después del trato de la cuadra, y por lo que empezaba a conocer a D. Francisco, le parecía que aquello le ponía en una cuerda floja de la que el amo lo arrojaría cuando le viniera en gana. Él sabía, por lo que había oído a las cocineras, que las cosas en la corte no habían sido favorables en los últimos tiempos. Los sirvientes achacaban a la mala racha del amo entre los de su clase que estuviera alargando aquel año el tiempo que dedicaba a sus tierras. Oyó decir que el amo hacía tiempo que hubiese deseado volver a la corte y, el permanecer obligado en el campo, por mucho que les gustase controlar sus posesiones, le estaba agriando más de lo normal el carácter. A Antonio le estaba tocando padecerlo más que a nadie. Los amos solían pagar sus malos humores con sus mandados. Antonio sabía que D. Francisco le había cogido gusto a tenerle atemorizado.
No se equivocaba. Durante una más de las cacerías, D. Francisco, tranquilo sobre su montura, mirando al frente, con su sirviente caminando al lado, le dijo sin más: “La mujer que tienes ahora es muy guapa. Aunque tarda en preñarse”. Miraba de reojo a Antonio, esperando a ver su reacción. Él, sin apartar la vista del suelo se limitó a decir: “no sé amo, yo acepto las cosas como quiere Dios dármelas”. No era lo que buscaba, así que, pasados unos segundos, insistió en su conversación: “la primera, de no malograrse, aunque feota, era mejor hembra”. No consiguió sacar otra cosa de Antonio que su asentimiento “lo que el amo diga para mí está bien”. D. Francisco siguió: “Sí, la primera era mejor hembra, te lo digo yo” dijo agachándose para acercarse a su criado mientras le asomaba una sonrisa. Esta vez sí lo consiguió. Antonio miró al frente con los ojos muy abiertos estuvo a punto de girarse y pararse en seco, pero no, pudo contenerse en el mismo segundo y seguir caminando junto al caballo. “Un poco más, está a punto”, debió pensar D. Francisco. Estaba disfrutando como hacía tiempo. Bajó del caballo casi sin detenerlo y se puso a caminar junto a Antonio: “Un poco guarra eso sí. He estado con mujeres preñadas más de una vez, y nunca a ninguna le dio por sangrarme encima, la muy guarra me puso perdido” Esta vez acabó de acaparar la atención de Antonio, que, inmóvil, no podía apartar la vista de él, atónito. “Sí”, prosiguió con naturalidad, atento a los movimientos de su criado, “forcé a tu mujer a punto de dar a luz. He forzado a otras y lo seguiré haciendo. No pensé que estuviera tan cerca de parir pero esa tarde tampoco me importaba. La vi allí, sola, apartada de los demás. Estaba orinando, con las faldas subidas. La estuve mirando, escondido de todos, sin que nadie supiera que estaba por allí, como he hecho otras veces. La miré mientras acababa, mientras se limpiaba y se colocaba las ropas. Yo ya había decidido que iba a desahogarme con aquella hembra. Salí de entre las jaras a la vera del trigal. Le di el alto y le ordené que me dijera quién era. Ella me lo dijo, con la cabeza baja, un poco asustada. Bajé del caballo y fui hacia ella. No se apartó. Pero cuando la agarré intentó desasirse. Al ver que la llevaba de nuevo hacia los árboles supongo que se imaginó lo que iba a pasar y forcejeó más mientras me suplicaba con voz queda que la dejara ir, que estaba a punto de dar la luz y que no disfrutaría con ella. La tiré junto a un árbol y empecé a desabrocharme y, entonces pasó lo que nunca ¿Entiendes?. D. Francisco, que hasta ese momento estaba disfrutando, pareció que estuviera a punto de enloquecer mientras se confesaba con Antonio: “¡Pasó lo que no tenía que pasar! Me miró a los ojos con odio y rabia, Tumbada en el suelo, se puso ante mí como si yo fuese el siervo y ella la señora, y ¡me ordenó que no lo hiciera! ¡Me asusté! Me quedé quieto mirándola con rabia esperando a que bajara la mirada, pero no lo hacía. ¡Nunca nadie me había hecho eso! Le abrí las piernas a fuerza y la atraje hacia mí. Ella forcejeaba sin dejar de mirarme y ordenarme. Yo no quería mirarla, me reía pero tenía miedo. Seguí a lo mío. Pensé que gritaría pero no lo hizo. Cuando me sintió dentro dejo de resistirse. Se quejaba pero no se resistió más. Pensaba que me había salido con la mía. ¡Te lo digo de verdad!, pensaba que me había salido con la mía otra vez. Como era lo suyo. Más me valdría no haberla tocado. Cuando me incorporé me cogió del brazo con las fuerzas que le quedaban. Me volvió a mirar a los ojos desafiante y dijo –“maldito seas, yo maldigo tu vida en este mundo, ojalá sufras todo cuanto sea posible en esta vida antes de arder en el infierno”- Iba abofetearla pero no lo hice. Corrí hacia mi caballo y la dejé allí sangrando. Deseé que se muriera allí mismo. Desee morirme yo. El resto ya lo sabes” Al momento pareció calmarse dejando escapar un pensamiento en voz alta mirando fijamente a Antonio: “Y un desgraciado como tú se casó con una mujer así“. Con las mismas volvió a recuperar su altivez y acabó diciendo: “¡Que te quede claro que tu buena suerte depende de mí!”. Y volvió a subirse al caballo tan rápido como había bajado, sin aumentar el paso, como queriendo ver la reacción de Antonio. Que no dejaba de mirar al suelo con los ojos muy abiertos como si un demonio se hubiese apoderado de él.
Primero deseaba no haberse enterado nunca de todo aquello. Ahora ya sabía qué aquello por lo que el amo le enviaba y castigaba. Por ser el marido de Pura. Por lo mismo que le premió y de distinguió del resto. El amo se lo había contado para martirizarle, para meterle el miedo en el cuerpo de por vida. Luego se acordaba de todo lo que debió sufrir su pobre Pura –la admiraba antes pero ahora su respeto por ella era mucho más fuerte- y sentía culpable por pensar así. No hubo nadie que la ayudara y ella no se quejó ni le dijo nada aun cuado pudo haberlo hecho, pero ¿qué podría haber remediado él de haber estado allí? El amo lo habría matado de interponerse y luego igualmente habría violado a su esposa y malogrado el embarazo. Su mujer y su hijo estarían muertos de todas formas y serían tres en aquella fosa. En los días siguientes,
aprendió que no había sabido lo que era odiar hasta que el amo le contó todo aquello. Cómo lo odiaba. Tenía miedo, mucho miedo, más de lo que había tenido nunca, pero el odio era más fuerte. Deseaba ver muerto a D. Francisco. Deseaba verle morir. Deseaba verle sufrir. Y más que nada, deseaba que aquellos pensamientos no hubieran tenido nunca que pasar por su mente.
Por fin pareció que Hipólita se quedaba embarazada. Su miedo aumentó aún más. Intentaba no dejarla sola mientras podía. Buscaba excusas para que los días que pudiese se quedara en casa o con su madre, aunque ganase menos jornal. Tenían suficiente a pesar de todo. Se imaginaba a D. Francisco atormentado a Hipólita como lo hizo con Pura y sentía enloquecer. Pero nada salió fuera del mismo Antonio. Siguió sin hablar con nadie. Ni su suegro, ni su mujer. Nadie. No hubiera servido de nada decirles todo lo que ahora sabía. El consejo de su suegro hubiera sido el que él mismo se había dado. Guardar silencio y hacer como si nada hubiera pasado. Los amos son así de malos y caprichosos. Llevaba años convencido de que aquel era el mejor amo que había conocido nunca. Y ahora, de golpe, entendía lo del pésame y su buena suerte en aquel pueblo. De alguna forma incomprensible las palabras de Pura habían hecho mella en aquel bastardo. ¡Favoreciéndole a él quiso enmendar su crimen! Todos los pobres dependían de la voluntad de sus amos, pero a él le había tocado, más que a ningún otro, ser consciente de hasta qué punto era cruel el amo y de hasta qué punto estaría toda su vida bajo el yugo de D. Francisco. Sabía que había disfrutado viendo sufrir a Antonio con sus palabras. Sabía por lo que Antonio estaba pasando ahora y estaba disfrutando con ello. Pero, si quiso redimir su crimen con Pura, ¿Por qué, Dios mío, atormentarme ahora confesándomelo todo sabiendo que yo no puedo perjudicarle de ninguna manera? Antonio sentía que estaba viviendo un infierno en vida. Un amargor que, aunque lo disimulara bien, ni siquiera la satisfacción por el embarazo de Hipólita podía disipar.
Hipólita tuvo un hijo. Le costó pero al final la cosa fue bien. Los dos salían adelante bien. Antonio siguió saliendo a cazar con el amo cuando éste lo mandaba, aguantando sus palabras cuando le daba por lanzarlas contra él y recordarle el episodio con Pura y lo que podría hacerle a él y a su familia cuando quisiera. No sabía qué había hecho para que Dios le castigara así, pero estaba decidido aguantar lo que fuese para salir adelante él y los suyos. Así pasaron varios años más.
Aquella tarde estaba oscura. Hacía algo más de calor que los días de atrás pero las nubes amenazaban tormenta. Aún no habían cobrado ninguna pieza y empezaba a hacerse hora de volver, sin embargo el amo insistía. Buscaba un jabalí que los perros habían olido. Desde lo alto de un cerro cercano, el amo lo divisó, tranquilo entre romeros, en la vaguada siguiente. Hacía allí se dirigieron. Los perros se inquietaron más, señal de que la presa estaba cerca. D. Francisco ordenó soltarlos y tras ellos espoleó su montura hacia donde se suponía estaba la presa. Antonio corrió tras él. Perros, caballo y jinete se perdieron entre los pinares aunque se les oía muy cerca y aún se les divisaba según se movían entre las jaras y los árboles. Oyó un gruñido atronador de jabalí y al amo gritar que le había herido. Le gritó que corriera. Le apremió insultándole. Antonio no se hacía esperar y acudió tan rápido como le permitían sus piernas. Vio al amo a unos metros, junto a su montura. Comprobaba el rastro del animal. Había sangre en la tierra y los arbustos. El amo también le vio a él y le gritó más brusco aún que se apresurara. Mientras Antonio se acercaba, el amo se giró de repente, miró hacía un lado e intentó de nuevo subir al caballo, pero no le dio tiempo. El jabalí lo envistió sin piedad contra el árbol que tenía detrás. El caballo salió desbocado. Antonio, viendo que no le daba tiempo a acudir al sitio, se subió a un árbol lo más rápido que pudo. Desde allí vio el resto de la escena sin poder hacer nada. El amo gritaba mientras movía su cuchillo intentado herir al animal. Lo consiguió varias veces y casi fue peor porque le pareció a Antonio que con cada cuchillada el jabalí arreciaba sus dentelladas y embestidas, cada una con más virulencia que la anterior. El jabalí estaba muy mal herido, sangraba mucho pero aún consiguió salir corriendo para caer unos pasos más allá. No se lo pensó dos veces. Saltó de su escondite y corrió tras él sacando su cuchillo. Se abalanzó sobre el jabalí para rematarlo. El animal opuso resistencia pero Antonio se pudo hacer con él. Ya había rematado otras piezas del amo.
Volvió corriendo a donde estaba el amo. Estaba despierto, lleno de sangre suya y del jabalí. Se esforzaba en presionar contra su vientre la mano diestra. Antonio no sabía qué hacer, estaba inmóvil junto él. D. Francisco le miró con más rabia que de normal y le gritó: “¡Maldito cabrón, ayúdame! Busca al caballo. Le necesitamos para subirme en él y poder llegar a casa. ¡Muévete asqueroso, muévete! ¡Dios, me duele!
Algo pasó en el interior de Antonio. El caballo no estaba lejos. Lo cogió y lo llevó, a paso tranquilo, donde esperaba el amo mientras se desangraba. Debía tener más de una parte de su cuerpo rota. De la mano en el pecho le salía más sangre que antes, aunque intentaba ocultársela a Antonio. Cuando llegó D. Francisco volvió a maldecir y gritar ordenándole que le subiera al caballo. Antonio no se movió. Con las riendas del caballo en la mano, se limitó a sostenerlas para que el caballo no se fuera de nuevo, asustado por las voces de su dueño. El amo, desencajado y comprendiendo lo que estaba pasando, volvió a gritarle pero Antonio siguió sin moverse, tan sólo le miraba.
Llovía la tarde que enterraron a D. Francisco. Al acabar el sepelio, Antonio volvió a sus labores en la cuadra, como era su obligación.
Nota: En la actualidad.
Aparece una noticia en un periódico local: “... las obras de restauración de la iglesia han dejado al descubierto los cimientos de una antigua ermita que se asentó en el mismo lugar. Dentro de lo que parecen los muros de un patio, que dicha ermita habría tenido adosado, se han encontrado restos humanos. Parecen antiguos enterramientos. El mejor conservado es el de una joven mujer, casi adolescente, junto al cual también se han hallado los restos de un esqueleto más pequeño. A la vista de todos los datos, los arqueólogos creen que pudiera tratarse de fallecimientos provocados por un parto malogrado, algo normal en la época en la que se ha datado el yacimiento...”
1er Premio Certámen Literario Miguel Hernández 2005
Por la noche del 22 de abril..
se acabó de todas todas el escribir con tinta. Esta es la despedida definitiva a mis ensoñaciones sobre papel del clásico. Hay quien dice que eso no es bueno, que se escribe mejor en papel. Yo escribo mejor donde escribo más rápido, donde me da tiempo a atrapar mis pensamientos. Y eso lo hago mejor en el teclado.
No me animaba a esto del blog... pereza, pereza a salir de la rutina diaria y dedicar cinco minutos a crearlo, pereza y otros tantos "pecados capitales" ¡años ha sin confesarme! ¡pobre de mí! La confesión íntima, con uno mismo, esa la procuro hacer diaria, y la confidencial con el otro lado de mi cama, esa también. Así que estoy libre "de pecado", en corazón y conciencia.
Pues ya me he animado. Y estoy contenta, ilusionada ¿qué poquito me hace falta?
Buenas noches, buenos días, buenas tardes querido tú, espero que te guste lo que encuentres aquí.
No me animaba a esto del blog... pereza, pereza a salir de la rutina diaria y dedicar cinco minutos a crearlo, pereza y otros tantos "pecados capitales" ¡años ha sin confesarme! ¡pobre de mí! La confesión íntima, con uno mismo, esa la procuro hacer diaria, y la confidencial con el otro lado de mi cama, esa también. Así que estoy libre "de pecado", en corazón y conciencia.
Pues ya me he animado. Y estoy contenta, ilusionada ¿qué poquito me hace falta?
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